El hijo prófugo
Es bueno confiar en uno mismo, pero conviene saber medir hasta dónde. Los excesos son malos. Recordemos que Narciso, en una absorta contemplación de su imagen, acabó por ahogarse. Hasta Napoleón supo reconocer su error al subestimar la fuerza de los españoles, de los que afirmó que “se comportaron, todos, como un solo hombre de honor. La inmoralidad debió resultar demasiado patente; la injusticia demasiado cínica y todo ello harto malo”. Una persona inteligente sabe siempre cuándo ha perdido. Como el hijo pródigo que, tras dilapidar la herencia, volvió arrepentido. Los padres perdonan, los ciudadanos no. Siempre resulta deprimente ver cómo alguien a quien pagas por protegerte y cuidarte te apuñala por la espalda, de frente o de perfil. Como también vergonzante contemplar a sus pesebristas, esa claque que aplaude una cosa y la contraria, sin conciencia, sin palabra, humillados como el gran José Luis López Vázquez en aquella película en la que se declaraba “un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo...”, ensalzando el hundimiento del Estado de derecho con una carencia significativa de pensamiento y ortografía. Pródigo sí, si se arrepiente. Prófugo no, ni siquiera arrepentido. Porque ya se sabe: lo olvidado, ni agradecido ni pagado.