El doble

    01 jul 2019 / 11:51 H.

    No sé cuáles serán los argumentos comunes de los sueños de nuestros hijos cuando lleguen a adultos, pero en el mundo onírico de mi generación aparecen con frecuencia una mili que no se ha hecho, una asignatura universitaria que no se ha aprobado o unas oposiciones a las que de pronto hay que enfrentarse. Situaciones que en su momento marcaron nuestra vida reaparecen irresueltas y su fantasma nos recuerda la angustia que vivimos. Puede que estas oposiciones para ingresar en el cuerpo de maestros que ahora se celebran sean la semilla de miríadas de pesadillas dentro de veinte años. Hace más o menos un cuarto de siglo yo viajé a Alicante para presentarme a unas similares. Lo que me aconteció, aunque no tiene que ver con tribunales o plazas, está también hecho de la materia de los sueños.

    Un matrimonio me alquiló una habitación en el piso donde vivían hasta la fecha de mi examen. Una cama, una mesita de noche, un armario, una mesa, una estantería con algunos libros y una marina en la pared. El hombre, panadero, se levantaba de madrugada. Apenas recuerdo haberlo visto. La mujer mostró al principio una amabilidad distante. Yo pasaba el tiempo en el cuarto o dando paseos en un cercano y pequeño acantilado junto al mar. Salía a comer a un bar cercano. Al tercer o cuarto día, la mujer insistió en que compartiera con ella la cena, sin gasto suplementario alguno. Poco a poco fue contándome cosas. Me habló de la jubilación de su marido, próxima, del sacrificio de un trabajo que lo obligaba a salir de casa mientras todos dormían para que al levantarse tuvieran el mejor pan de la provincia, y de lo solos que se sentían. Yo había notado una indefinida atmósfera de contenida tristeza en la casa. Las únicas pistas sobre la vida familiar eran una foto de boda del matrimonio y otra de comunión de un niño. ¿Su hijo? ¿Un sobrino? Tardó en decírmelo. Una noche soltó el tenedor con un trozo de tortilla en el extremo y, evitando mirarme, me espetó: “El de la foto de comunión es mi hijo. Murió en un accidente de moto”. No supe qué decir. Quizá balbuceé un “lo siento”, quizá ni eso, escondiéndome tras un sorbo de agua. Ella continuó: “Hace cinco años. Hoy tendría veinticinco. Los que tienes tú”. “Qué pena”, debí de decir, pero ella pareció no oírme. “Era un chico muy bueno, muy agradable, tenía muchos amigos, era muy querido”. La dejé hablar, dibujarme la silueta de un chico de veinte años como todos los chicos de veinte años: especial y prometedor. Lo último que dijo antes de sumirse en un largo silencio fue: “Su habitación era la que tú ocupas. Me recuerdas mucho a él”. Intenté aclarar tiempo después la impresión de inquietud que esta revelación me dejó, a través de un cuento fallido. En él, mi doble literario acababa acomodándose en el hueco que había dejado su doble fallecido, ocupando, así, el lugar del hijo, del amigo y hasta de aquel novio perdido.

    Hay algo inquietante en estas y otras historias de dobles. La categoría de lo inquietante (“Unheimliche”) es objeto de un conocido estudio de Freud de 1919. Lo inquietante mezcla terror y familiaridad. Schelling, en relación con esto y en el contexto romántico, había dicho que “Unheimliche” es lo que debería estar oculto pero ha salido a la luz. Además del doble, Freud anota otros fenómenos que provocan la misma impresión: la repetición de algo en nuestras vidas (un número, un lugar), la locura, las figuras inertes que parecen vivas (muñecas, autómatas) o a la inversa. Lo inquietante se produce, a juicio de Freud, porque nos hallamos ante unas arcaicas ideas cuya superación es puesta en duda o porque lo que habíamos convenientemente reprimido de pronto aflora.

    Aunque no lo parezca, el verano es una tierra propicia para ello. Se rompen rutinas y se abren horizontes. No me sorprendería que alguno de ustedes me dijera, a la vuelta de él, que, en una ciudad europea, o caminando por el paseo marítimo de una ciudad malagueña, se ha topado, inopinadamente, con su doble.