El “cocodrilo” de la Malena

15 oct 2020 / 17:14 H.
Ver comentarios

Hoy me he despertado mojado. El agua me ha devuelto a una vida que ya creía hibernada para siempre como tantas veces a lo largo de mi casi milenaria historia. Ahora revivo con piel de cuento infantil, con colores de ilustración de tebeo, pero mi vocación es la de ser el Gran Lagarto del que siempre se ha hablado en este Jaén que me vio nacer. El Bulevar ha
pasado a ser mi hogar, ese estanque en
el que observar el tiempo mientras voy contando los días, años, siglos, que han forjado mi leyenda.

Leo, con esfuerzo por la lejanía, que algún visitante lleva en sus manos un periódico en el que se me llama “cocodrilo” y, aunque me hace gracia, en el fondo se me remueven las entrañas, esas que la historia dice que volaron por los aires cuando decidí hincarle el diente a la piel de cordero repleta de explosivos. Seguro que lo recordáis, aunque os aseguro que no todo fue así. Pocos lo saben, pero en realidad me dejé morir por amor. Por ahí hay algún libro que lo cuenta. (Y escrito por quien escribe esta crónica por mí).

Pero no divaguemos. El paso del olvido me había sumido en una desvalida presencia, ajada mi carcasa, rajada mi piel, descoloridas mis fauces y mis pupilas. Los años de práctico desprecio por quienes deberían tenerme en estima me han dolido en mi alma de reptil cargado de historia y ahora que, recién pintado, renazco y vuelvo a la superficie de un lago solo para mí, la alegría que me inunda no es completa. Solo el reflejo del agua a mi alrededor me consuela. También las miradas de todos los que se acercan a saludarme, a hacerme fotos y vídeos, a señalarme con la mirada y a respirar el aire fresco de mis surtidores.

Pero estoy triste. Mi alter ego, el Lagarto de piedra que me han colocado cerca, sí que tiene el empaque de los siglos. Nunca pude verlo en la Catedral, pero me dicen que está a los pies de Santa Catalina. Ya veis, si no me pisoteaban, me hacían explotar... Triste sino de los que, como yo, somos pobladores de las leyendas y personajes a merced de las tradiciones. Claro que, ahora que nadie nos oye, quiero contaros que mi verdadera vocación siempre fue la de ser un dragón. Uno de esos que escupían fuego pero que, en el fondo, solo teníamos la ferocidad en la fachada y lo sanguinario en la mente de quienes nos odiaban por ser distintos y nos perseguían, siglos a través, con ánimo exterminador. Por dentro siempre fuimos almas cándidas bastante incomprendidas, corazones marginados y almas rechazadas. En mis quiméricas ensoñaciones sobrevolaba vuestro Jaén extendiendo mis alas poderosas, pero no para hacer daño a nadie, solo para sentirme parte de vosotros, como una fantástica mascota que os representara en el mundo de las fábulas, de los relatos mitológicos, de las fantasías infantiles, de los cuentos de brujas y duendes que os hicieron soñar. Un dragón bueno con el que sentirse acompañado, un soplo de camaradería, una mirada cómplice. Hoy he oído cerca tararear a un chaveilla algo parecido a “Hasta luego cocodrilo, no llegaste a ser caimán”. Su madre le decía que eso lo cantaba un grupo infantil, Parchís, hace mucho tiempo, pero el crío siguió cantando mientras me señalaba. Y a mí, en mi alma de viejo Lagarto, me ha sonado a que “nunca llegué a ser Dragón”. Ay, ¡qué penita más grande!

Articulistas