El chivo expiatorio

03 jun 2020 / 11:45 H.
Ver comentarios

En una ocasión, durante la comida, una joven esposa dijo a su marido: “¿Sabes, Paco, que dentro de dos domingos se celebra el quinto aniversario de nuestra boda? Y pensé en que podíamos matar un choto para recordar el día”. El marido se le quedó mirando y contestó un poco confundido: “Y el choto, ¿qué culpa tiene? Si hay que matar a alguien sería a tu hermano, que es el que nos presentó”. Es curioso, pero desde el principio de la historia de la humanidad el ser humano se empeñó en buscar víctimas propiciatorias, chivos expiatorios, para justificar sus más inconfesables apetencias. Y lo que siempre se tuvo más a mano fue el sacrificio de un choto bien para agradecer a los dioses sus favores o para pedirles perdón por nuestros errores. En el fondo, no hacía otra cosa que la de confirmar que a los sacerdotes, como a cualquier mortal, les molaba comer la rica carne de un choto y la receta utilizada desde hace siglos sigue estando de moda, porque un buen plato bien condimentado de tierna carne de choto resulta exquisito, por lo que esta especie animal seguirá siendo una víctima propicia y expiatoria para celebrar cualquier bendición o para olvidar cualquier pecadillo. Este recuerdo del choto surgió hace tres o cuatro días, cuando felicitaba telefónicamente, por motivo de su onomástica, a mi entrañable amigo Fernando Mesa Cruz, con quien no solo comparto recuerdos futbolísticos sino, personales, familiares, fruto de la bonita amistad que durante muchos años compartimos su familia y la mía. Pues hubo una época en que el arroz con choto se convirtió en protagonista imprescindible en los domingos de no pocos veranos. La cita era en casa de la familia de Fernando, conocida como La Calera de los Parroquias, y allí estaban siempre sus padres, Manolo y Ana; Fernando y sus hermanos Pepe y Manolo, todos con sus esposas e hijos. También, yo acudía con mi familia al completo e incluso, en alguna ocasión, si mis cuñados de Bilbao y mis sobrinos estaban por estos pagos también nos acompañaban. Pocas posibilidades le dábamos al choto de librarse y debo reconocer con mi mayor agradecimiento, que siempre fui invitado por Fernando y su familia y lo más que me permitieron es pagar algunas veces —no muchas— el choto en cuestión. La verdad es que hablar de días de buenas comidas no me levanta el ánimo demasiado porque desde hace algún tiempo tengo el apetito distraído y me cuesta encontrarlo. Apenas me apetece nada. Pero, hablar de sencillos y a la vez grandes momentos pasados con buenos amigos sí me compensa anímicamente. Y aquellas reuniones, junto a la piscina, eran inolvidables aunque seguro que el pobre choto no hubiera pensado igual.

Articulistas