El castillo y las nubes

26 nov 2019 / 08:57 H.
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Yo crecí a los pies de un cerro coronado por un castillo. Seguro que desde hace infinidad de años tienen lugar ritos paganos en sus laderas, o en su cima. Ritos de noviembre. Un día de otoño, en lo alto del pequeño monte, por la acción de alguna alquimia telúrica, el castillo medieval experimenta un extraño hechizo, de modo que de sus piedras emana un poderoso magnetismo, y los imantados muros son capaces de atraer a los habitantes de las casas que se extienden al pie de la montaña, que ascienden en grupos hacia la cima como respondiendo a una llamada ancestral. Estas cosas ocurren en la ciudad de Jaén, que dibuja sus calles desordenadas al pie del castillo mágico de piedras imantadas.

Un día de noviembre de cada año, la diosa que habita entre los riscos y los parajes de aquel montículo, y que desde muchos siglos atrás ha recibido distintas denominaciones y que ahora conocemos como Santa Catalina, despliega también sus poderes mágicos. Ella, la milagrosa, es capaz de conseguir que centenares y miles de sardinas naden más de cien
kilómetros tierra adentro, y que de
algún modo escalen, después, las laderas del cerro con el único objetivo de convertirse en víctimas del sacrificio ritual de un día de noviembre.

Los romeros que asisten a esta ceremonia mágica creen tomar posesión de la fortaleza medieval. También árabes, cristianos, franceses, españoles, turistas, guerreros, funcionarios o políticos llegaron a pensar en algún momento que el Castillo de Santa Catalina era una de sus posesiones. Pero se equivocaron todos ellos.

En la frontera del cielo, de pie a veces, otras tumbado, el castillo espera, siempre. No tiene prisa. Aguarda a sus auténticas dueñas: las nubes.

Ellas son la tropa que domina la fortaleza militar y ejercen su dominio desde otras almenas más elevadas que las que coronan las torres de piedra. Y para dejar constancia de su poder, a menudo descienden, hasta el recinto amurallado, y lo rodean y lo ocupan, ocultándolo a nuestra mirada. Juegan a hacer magia y extienden, las nubes, un manto blanco, y ocultan el castillo. Y se agachan, otras veces, y le hacen cosquillas a la sumisa atalaya, por debajo, por la falda. Aunque también hay días en los que se enfurruñan y grises de ira, hacen gala de su tormentoso carácter, y desatan los vientos y azotan las piedras, que aguantan en silencio el castigo. Aunque la vecina cruz en más de una ocasión ha sucumbido ante el descreído viento, el irreverente elemento no sabe de sagrados respetos.

Y la luna se asoma todas las noches para contemplar, fascinada, semejantes hechizos. Y nosotros, que miramos todo aquello desde abajo, hundidos en nuestra frágil condición, nos empeñamos, tozudos, en ascender la colina e izar banderas de dominio, pero el viento y el agua se encargan de borrarlas.

¿Qué ha quedado de las enseñas moras, y de los pendones cristianos, y de la tricolor francesa, que en tiempos ondearon en la torre más alta? Hoy son despojos, jirones, juguetes frágiles para los caprichos del viento y la lluvia, y creemos que nuestra bandera roja y amarilla ondeará por siempre, pero las nubes, dueñas del castillo, pasan lentas, ajenas, suaves, etéreas, sobre nuestras cabezas, mirándonos con el desdén del que se sabe superior y no tiene por qué demostrar su poderío, su grandeza, su dominio.

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