El capirote morado
Ahí estabas, sobre la silla que te sostenía, el raso se deslizaba suavemente, mientras el hueco de tus ojos me miraba insistente y no podía escapar, observándome desde dentro, tras el cartón que sustentaba tu suave tejido liso, brillante, ligero...
Te miraba preguntándome quién ocuparía tu figura, rellenando el espacio, completándolo todo. En el escenario donde te hallé formabas parte de la estética que hábil y magistralmente habían conseguido en la composición del mismo. Eras un objeto más, sin función específica, y, sin embargo, tu presencia allí era necesaria. No eras algo puesto al azar, tu color, tu tejido, el emblema que te caracteriza añadían aún más el importante gesto de la pertenencia a una Hermandad en concreto. Qué podía decirte, el anonimato que te guardaba me hacía preguntarme muchas cosas. Y ahí estabas sin prisas, sin pasos, sin música, sin ese aroma a cirio que derretido, ha estampado sus gotas como un llanto callado sobre el brillante morado que te guarda. Me mirabas y yo no podía más que imaginarme dentro de ti, recorriendo las calles, las plazas, los jardines... en una hilera atravesando la ciudad formando parte de una cofradía, y no de una cualquiera. Sentía dentro de ti cómo mi corazón palpitaba fuertemente, había conseguido, por fin, conquistar un sueño.
Ahora te contemplaba en el tumulto de un aplauso o en el silencio que se guarda cuando el orador declama un poema, donde los versos dejan aflorar los sentimientos del alma, en un compás sonoro, dulce, sereno...
Tu color de penitencia me llevaba a ese día en el que acompañas a Cristo en una oración callada, donde tus pasos marcan el itinerario de la procesión, siguiendo un camino de cera. ¿O es esa imagen de Cristo, moreno, atado, preso, el que te acompaña?
Tu color me transporta a la tierra del calvario toxiriano, a los lirios que nacen ornando el espacio natural, o a los pequeños nazarenos que ocupan las veredas en la altura donde la tierra sueña. Aquella tarde que me encontré contigo en aquel escenario cofrade, noté el latido de un poema nuevo, de unos versos silentes que nacieron al sentir tu mirada en el anonimato de unos ojos que, sin estar, estaban, ocupando el espacio, mirándome insistentes.