El bótox y la propaganda

05 may 2022 / 16:38 H.
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Mientras el valiente piloto fantasma de Kiev abate decenas de aviones rusos, las infames tropas rusas bombardean varias escuelas llenas de niños, que en ese momento jugaban en el recreo. Mientras la ignominiosa artillería rusa destruye hospitales, los intrépidos marineros ucranianos hunden sus propios barcos para que no caigan en manos del invasor. Los pérfidos rusos no respetan el derecho internacional para enfermos y prisioneros; los francotiradores ucranianos, en un alarde sin precedentes de destreza, audacia y temeridad, consiguen matar a dos o tres generales rusos. Mientras el pueblo ucraniano se encara día a día contra las hordas rusas, poniendo en juego su integridad ciudadana en pro de la ansiada libertad, los soldados neoimperialistas rusos violan a las mujeres, asesinando a los chiquillos y los ancianos. Los ucranianos se refugian en los sótanos; los rusos cometen crímenes de lesa humanidad y realizan enterramientos en fosas comunes. Los ucranianos luchan con pocas armas; los rusos disponen de sofisticados equipamientos. Y así podríamos seguir de manera indefinida, ante esta propaganda sin compasión. Sin embargo ¿se habla igual de la lucha del pueblo palestino frente a los israelíes? Asimismo se nos informa de que el mundo se moviliza frente a Rusia, por ejemplo, la Federación Internacional de Felinos expulsa a los gatos rusos de sus desfiles; el Comité Olímpico Internacional expulsa a Rusia y Bielorrusia de los Juegos Paralímpicos, al igual que los tenistas rusos no podrán jugar Wimbledon; algunos yates de oligarcas rusos seguirán atracados en los puertos europeos; un pueblo español retira el hermanamiento a un pueblo ruso; dos expresidentes de no sé qué país de la UE se reúnen por la noche en una plaza con velas para pedir paz; un programa de la tele —un reality show— fleta un camión con ropa usada, que viajará a Ucrania... no, no son bromas, aunque lo parezcan. Simplemente se llama propaganda, y para un exagente del KGB como Vladímir Putin no hay misterios. Dejando a un lado ética y filósofos, está claro que Putin no posee buenos asesores estéticos, y que las continuas intervenciones a las que ha sometido su rostro durante años lo presentan como un esperpento de sí mismo. Lo que es jeta, desde luego, no le falta. Y no hay parodia posible, desde sus leyes homófobas, hasta su pasión por el judo, karate o esquí, que ya se sabe que en Rusia hay mucha nieve. La juventud se le fue hace bastante, aunque intente paliarla con sucesivos retoques plásticos, ácido hialurónico y bótox, que lo han acabado convirtiendo en el monstruo que es estética y, mucho peor, éticamente. Porque su monstruosidad va más allá de la estética: ningún doctor podrá extirpársela. Pero por otro lado, y que conste, lo que aquí defendemos como el mejor de los mundos —los estados liberales del capitalismo avanzado, en los que no falta censura— es una falacia para reafirmar la maldad, queramos aceptarlo o no. Lo que aquí se llama democracia no es más que el alegato de una sociedad hondamente injusta, porque si la riqueza de unos pocos es legítima, y nadie puede quitársela, se supone que lo mismo sucede con la pobreza de los pobres. Las instituciones, las estructuras y las organizaciones que hemos diseñado y construido justifican la profunda injusticia de este sistema. Son los edificios de la ideología. Son propaganda eficaz.

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