El antídoto de la corrupción
El Banco Mundial define la corrupción como el abuso del poder público para beneficio privado que engloba una amplia gama de actividades ilícitas que van desde pequeños sobornos hasta fraudes a gran escala y malversación de fondos públicos. En parecidos términos se expresa “Transparencia Internacional” que la detalla como el abuso de poder para beneficio propio.
En la actualidad es un problema que viene de lejos y constituye una preocupación para la ciudadanía que sigue una línea ascendente. Es fácil entender que la corrupción puede ser el resultado de tres elementos interrelacionados: coyuntura, lucro y riesgo. Si aglutinamos mucho poder en una determinada persona sin un control adecuado se crea la coyuntura favorable. El lucro emana de los ingresos monetarios o inmobiliarios que obtiene el corrupto que estarán vinculados a los beneficios que pueden recaer sobre el que paga. El riesgo está en la posibilidad de ser descubierto y el escarmiento que pueda recibir. Las acciones de corrupción tienen muchas derivaciones pero, sobre todo, socava, a la larga, la legitimidad de los gobiernos, el estado de derecho y el propio sistema democrático.
Esto la convierte en un problema ético, de falta de solidaridad, que impacta de forma negativa en la ciudadanía creando un clima de desconfianza. Creo que la corrupción es un fenómeno social y cultural moldeado por factores como las instituciones, las normas y los valores de una sociedad. Ante estos razonamientos nos preguntamos ¿cómo educar en medio de una sociedad tan quebrada por la corrupción?
Estoy convencido de que la educación y la formación en valores éticos son cruciales para prevenirla. Esto también implica robustecer las instituciones, ya que un sistema legal frágil, la falta de transparencia y mecanismos de control inadecuados facilitan la corrupción. La educación, en su acepción más amplia, tendrá que ser la responsable de acciones formativas y preventivas contra la corrupción aunque para ello tenga que enfrentarse con unas instituciones educativas tradicionales —desde la educación infantil a la universidad— que por inercia u oposición no están respondiendo a nuevas demandas ni desempeñando las funciones novedosas que ahora son necesarias. Además, esta reformulación se fundamenta en una nueva definición de objetivos de la educación absolutamente necesaria. El profesorado, considerado como mediador de los procesos educativos, estará comprometido con las transformaciones democráticas e interesado en la construcción de una ciudadanía plural, que ya se encuentra en otros espacios públicos alternativos.
En este caso, las instituciones educativas asumirían claramente un papel socializador y reflejarían y reinventarían una nueva sociabilidad, donde los esquemas deterministas de reproducción social deberían quedar rebasados.
La pedagogía puede y debe redefinir su relación con las formas modernas de cultura, privilegio y regulación normativa y servir como vehículo de interpretación y potenciación mutua. La pedagogía, como práctica cultural crítica, necesita abrir nuevos espacios institucionales en los que los estudiantes puedan experimentar y definir qué significa ser productores culturales. En este caso, las instituciones educativas pueden ser repensadas como espacios públicos, como zonas fronterizas de cruce comprometidas activamente en producir nuevas formas de comunidad democrática organizadas como lugares de interpretación, negociación y resistencia. No debemos olvidar que los valores deben estar presentes en todo proceso educativo y donde la ética adquiere un papel relevante. Por ello debemos avanzar hacia una educación que promueva la convivencia, la participación y el pensamiento crítico para formar una ciudadanía informada y comprometida dispuesta a denunciar y enfrentar la corrupción. Los adolescentes que están hoy en las aulas serán los futuros gobernantes y lo último que deseamos son propuestas aisladas y voluntaristas.