Dulce de membrillo

10 oct 2019 / 08:53 H.

A finales de septiembre, por la carretera que va de Los Villares a Martos, en mi comarca, concretamente por la carretera vieja —de las dos que hay— tuve la suerte de salir a correr varios días. Es, sin duda, mi carretera favorita, no solo por su trazado, de suaves colinas, sino sobre todo por su paisaje de olivos, con las montañas al fondo, y sus curvas que dan agilidad al recorrido, dispuesto para disfrutar pero también para cierta exigencia. No extraña ver conejos o perdices, y sin apenas coches... Hacía calor y se agradece, pero no excesivo, justo al mediodía. Al llegar a la fuente Bonilla, que por esas fechas habitualmente sigue seca, felizmente vi los membrillos brillar, su fruto de oro que, según versiones autorizadas, fue el que se disputaron las tres diosas en el famoso juicio de París, ese que finalmente desembocó en la guerra más conocida de la historia de la humanidad. Algo más de una semana después, anteayer, en casa de unos amigos aquí en Ciudad de México, me dieron de postre un poco de queso y dulce de membrillo, que me recordó proustianamente al dulce de membrillo que hacíamos en casa, y a finales de septiembre, cuando aún hacía calor y yo corría, apurando los últimos rayos estivales, con el otoño recién empezado y los membrillos se hallan en sazón.

En México la amabilidad es una manera de ser y pertenece a su idiosincrasia. La gente aprendió desde pequeña a escuchar, a no interrumpir la conversación del otro mientras habla, y a no alzar la voz. Nunca comprendí, sin embargo, el denominado Día de la Raza, que en España se celebró hasta finales de los 50, y que en algunos países hispanoamericanos, incluido México, se mantiene onomásticamente, aunque con un carácter mestizo y de sincretismo popular. Durante el siglo XX, el mal traído y peor llevado concepto de “raza” no acabó demasiado bien, como sabemos, y si se trata de conmemorar algún vínculo que nos una, que son muchísimos, y sin ánimo de polemizar, prefiero el Día de la Hispanidad, el cual alude a un hecho fundamental de nuestro orbe, la lengua, que al fin y al cabo es la cultura que nos define, y que con sus variantes e intrahistorias particulares nos enriquece. Lo que sí se repite —y no hay bandera, modo de producción ideológico ni mecanismo histórico que pueda justificarlo en ningún caso— es la sangre y la guerra, desde aquella de Troya, ocultando un mero asunto económico tras la banal discusión de tres diosas, o sea, circunstancias bien precisas que se atenían fielmente a las condiciones materiales de vida, a la consecución de poder y riqueza... No sé cómo un pueblo llega a distinguirse de otros de esta forma tan distinguida, por su amabilidad, pero así es.

500 años después de la llegada de Cortés a Tenochtitlan, México representa una sociedad dinámica y de contrastes, un territorio de acogida de tantas generaciones de emigrantes y refugiados, generoso y hospitalario, con una cultura mestiza fascinante, presidida por las buenas maneras. Sin ir más lejos, qué habría sido del exilio español republicano... No sé si la cortesía se consigue a través de la fuerza, la humillación, las armas y la sangre, pero el pueblo mexicano sobrevive. Y ríe y canta: “Pido un aplauso para el amor / que a mí ha llegado”, demandaba el genial José José. Ninguno como él, insuperable. Pues eso, un aplauso por el dulce de membrillo a un lado y otro del océano.