Dos ciudades

25 nov 2020 / 16:20 H.
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Tras la pandemia, se me ocurre comparar la situación de “pobreza” en que quedaríamos con un “desierto”, ya que esta imagen puede ayudar a plantearnos qué vamos a hacer, después, con los recursos que tengamos... Y, por muy mal que estén las cosas, hay dos formas de gobernar en un desierto. La primera, con soberbia y tiranía, inspirando miedo y ofreciendo una falsa sensación de seguridad, a través de fama, poder y riquezas, para luego impedir, por la fuerza, con los primeros que has convencido, el acceso a las escasas fuentes de agua que hubiera y, así, tener el control de una población sedienta, que hará lo que le pidas para sobrevivir.

La segunda, con humildad y vocación de servicio, fomentando la participación ciudadana, motivando a la gente a formar grupos de trabajo, orientados al trabajo en equipo y a sacar lo mejor de sí mismos, para facilitar que todos, puedan acceder a las fuentes de agua, construyendo canales que sirvan, no solo para el abastecimiento sino, también, para el cultivo, la ganadería, la artesanía del barro, etcétera. Inspirando confianza en un proceso de “mejora continua”, haciendo de ese desierto un vergel, con visos de convertirse en una comunidad pacífica y próspera para todos.

¿En cuál de los dos sitios quieres vivir? Porque muchos se aprovechan de la pobreza, para vivir del clientelismo político. Esta relación entre pobres y políticos que se benefician de la pobreza, es muy común, de manera que los pobres son utilizados para que ganen elecciones, para que consigan el apoyo de sus partidos y otros fines de interés. A cambio, esos políticos ofrecen a los pobres, servicios sociales, subsidios, ayudas, bonos, pagos clandestinos, etc., pero de manera que nunca sean suficientes para que los pobres salgan de la pobreza. De este modo, y sin pensar que eso es “pan para hoy y hambre para mañana”, los políticos clientelistas utilizan a los pobres para lograr sus objetivos personales, beneficiándose así de su situación de carencia.

Por este motivo, no solo no intentan acabar con la pobreza, sino que la mantienen o, incluso, la provocan, para así poder coaccionar a muchas personas en estado de subsistencia, a las que logran manipular con unas pocas “limosnas”. Pero estas relaciones clientelares no son exclusivas de “la cosa pública” sino que, en su origen romano, venían de lo privado. Según la Wikipedia: “Cliente, (...) en la sociedad de la antigua Roma, era el individuo de rango socioeconómico inferior, que se ponía bajo el patrocinio de un patrón, de rango socioeconómico superior (...)”. Solo posteriormente, la relación patrón-cliente se extendió, también, a una relación que podía establecerse con el sector público y las entidades políticas.

Los pobres, tanto en un caso, como en otro, son víctimas, que no se atreven a otra cosa, que hacer lo que le proponen políticos, autoridades y patronos porque, si no lo hacen, son amenazados con que se le quitarán los pocos beneficios sociales que poseen, o no se les dará trabajo, ni a ellos, ni a sus familias. Esta “relación clientelar”, entre personas de diferentes condiciones socioeconómicas, que a muchos escandaliza, puede darse en todos los ámbitos de la vida social en los que exista una “relación de dependencia” no solo económica, sino también afectiva, intelectual o de cualquier tipo, por ejemplo, entre ciudadanos y políticos pero, también, entre empresarios y trabajadores, entre usuarios y organizaciones de ayuda, entre religiosos y feligreses, entre profesores y alumnos, entre los miembros de una pareja, entre padres e hijos, etcétera ... siendo nosotros partícipes de esto, muchas más veces de las que nos gustaría admitirlo.

Nos quejamos de la corrupción y dejadez de nuestros políticos, sin darnos cuenta o sin querer aceptar que, muchas veces, nos comportamos igual en nuestras relaciones sociales, siendo cómplices de una organización social injusta que ha degenerado en beneficio de pocos y en perjuicio de muchos. Pero no se trata de actuar, por actuar, porque la historia nos demuestra que una acción, sin orden, ni concierto, puede ser, incluso, más perjudicial que la primera de las escenas del desierto que hemos imaginado al principio.

Decía Ignacio de Loyola, que debemos partir siempre del reconocimiento de nuestro errores y, siendo conscientes de nuestra tendencia al mismo, pero con la esperanza, siempre, de ser comprendidos y aceptados, si hacemos la corrección oportuna, iniciar desde la humildad, un proceso de “mejora continua”, de forma tan agradecida, por esa comprensión y aceptación recibidas, que estemos dispuestos a compensarlas, sacrificando todo lo que tenemos pero, disfrutando mientras tanto, ya que son tantas las veces en que “caemos” todos, que puede ser que no veamos el resultado. ¿Y cómo podemos disfrutar durante el sacrificio? “Haciendo aquello que nos consuela y no lo que nos deja desolados”, decía el Santo.

Pero, a veces, somos tan orgullosos y soberbios que pensamos que el error solo está en el otro y es entonces cuando nos separamos de él, o le atacamos, con desvarío y atropello, sin darnos cuenta de que, sin él o ella, no somos nada, aún en el paradójico caso de que sea un “adversario” ya que, si en la cooperación aprendemos el poder de trabajar en equipo, en la competición, precisamente, nos damos cuenta de lo competentes que podemos llegar a ser. Cuando nos “enfrentamos” al otro, con respeto, por un lado, nos conocemos más a nosotros mismos, al vernos reflejados en él y, por otro, mejoramos como persona al compararnos y corregir aquello que nos falta para conseguir nuestros objetivos. Y si nos referimos a la adversidad, es esta la que nos hace salir de nuestra “zona de confort”, tantas veces insostenible, para crecer como personas y hacernos más competentes mediante la adaptación evolutiva.

Tanto la competencia, como el enfrentarse a la adversidad, no siempre es malo si lo entendemos como afán de superación y nos ponemos como referencia a nosotros mismos y no tanto a los demás o a la circunstancia. Ser competente, no solo es compatible con ser cooperador o solidario, sino que lo uno no sería posible sin lo otro. Ya que con nuestra “ayuda” podemos hacer mucho daño, si es que no lo hacemos debidamente. Decía John Nash, en su Teoría de Juegos, por la que le dieron el Premio Nobel de Economía, que “para asegurar el mejor resultado, cada miembro del grupo debe hacer lo mejor para él mismo y para el grupo”. Un filósofo, lo planteaba de otra manera: “La ética es la estrategia del Amor”, refiriéndose al Amor trascendente. Y es que los seres humanos somos como “peces fuera del agua”, buscando nuestro “líquido elemento” que es ese Amor que trasciende el espacio-tiempo, manifestándose, a lo largo de nuestra vida, de mil maneras: en el romance, en el hogar familiar, en la amistad, en el compañerismo del trabajo, en la deportividad del juego, en la hospitalidad cuando estamos en un lugar extraño, en las relaciones de buenas vecindad, en la urbanidad entre ciudadanos. Si entendemos el Espíritu, según la Real Academia, como el “vigor natural y virtud que alienta y fortifica el cuerpo para obrar” y la consciencia como “la capacidad del ser humano de reconocer la realidad circundante y de relacionarse con ella”, creo que en el afán histórico de mejorar nuestras instituciones religiosas, susceptibles de error, negligencia y corrupción, como todos nosotros, hemos olvidado nuestra esencia espiritual y nuestra relación existencial con el Todo, volviéndonos unos inconscientes.

La pobreza se combate cuando toda la sociedad está convencida de lograr este objetivo y le exige a sus autoridades acciones que realmente mejoren la vida de las personas. Pero, si no queremos tener la sensación frustrante de estar apagando fuegos en el infierno, debemos ejercitar ese Amor, que decía el filósofo, como si de una función más de nuestro organismo se tratara, consistente en “inspirarnos” y “crear”, desde ese Amor trascendente, como si fuera una especie de “respiración”, necesaria de realizar, en todo momento y en todo lugar, imprescindible para la supervivencia.

Esto debemos hacerlo en un proceso de “mejora continua”, a través de la “reflexión emocional” y la colaboración competente, contrastando lo que hacemos con la experiencia del pasado y los resultados que vamos obteniendo, repasando todo en nuestro fuero interno, para saber cómo nos sentimos al hacerlo. Porque, como dice la película: “Si no escarbas en lo más hondo de tu alma, nunca serás una estrella” y... necesitaremos muchas estrellas, en este desierto que quedará después de la pandemia.

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