Dolores

    18 jul 2019 / 09:54 H.

    Conforme vamos cumpliendo años los dolores se constituyen en compañeros inseparables de viaje. Unas personas tienen más suerte que otras y les llegan más tarde o de forma más atenuada, siempre avisando que algo no funciona bien o está enfermando. Yo, a mis propios dolores, siempre les repito lo mismo: que no soy celoso porque se vayan de “picos pardos” a otro lugar y, si es posible, que no vuelvan. Pero no me hacen caso y cada año van atenazándome de una manera más manifiesta y sibilina hasta que llegue el momento en que no pueda soportarlos; y, lo peor, es que uno llega a acostumbrarse a ellos; lógicamente, si no son insoportables... Tiempos aquellos de la infancia, juventud o adultez en los que andaban lejos. Ahora, en la vejez, la cosa ha cambiado, y todo dolor que llega viene para quedarse con más o menos intensidad, potencia o latencia, pretendiendo ser un vecino privilegiado del que no se puede prescindir fácilmente. Hay dolores firmes e insoportables; otros, quizá sean más sordos o dañinos. Menos más que hay paliativos para ello, pues el hecho de vivir y morir son las dos caras de la misma moneda entre las que media un incógnito devenir que hemos de afrontar con valentía y esperanza.