Distopías en el supermercado

07 sep 2024 / 09:00 H.
Ver comentarios

La tarde caía a una velocidad pastosa. El calor parecía deslizarse piel abajo como una capa derretida que rebosa y lo inunda todo a su alrededor. Con dificultad consiguió despegarse de la tapicería del sofá, otra trampa en la que había acabado sumergido como tantas tardes. Como tantas mañanas. Como tantas noches en ese interludio que solo significaba un paso cansino hacía el revoltijo de sábanas que aguardaban, indolentes, su llegada día tras día, del crepúsculo al alba.

Miró el reloj que avanzaba, rígido y con su habitual parsimonia, junto a unos libros atrincherados en la cercana estantería. Ellos, aquellos volúmenes que había leído y releído muchas veces, eran quizá su única familia, sus compañeros, sus amigos, los hombros sobre los que llorar, las miradas con las que intercambiar ánimos y esperanzas. Ellos, se dijo con amargura poco contenida, sí que le comprendían.

Se acercó al lavabo y dejó caer el agua hasta conseguir una temperatura capaz de luchar con el sofocante aire estancado que apenas permitía respirar. Dejó que las gotas resbalasen por su cara congestionada. El espejo se la devolvió entre esquinas desconchadas y azogue fenecido por falta de cuidado. En realidad, su vida, toda ella, también era así. Como el espejo sucio y desvencijado.

Miró, desde lejos, al viejo sofá y recordó lo que había estado leyendo antes de que el sopor de la sobremesa vertiera sus fluidos sobre su vigilia. Gentes jacarandosas se estaban dedicando a pasar por los supermercados para ligar. ¿Ligar? Se preguntó en voz alta si sabía de qué se trataba o si alguna vez participó en algo que pudiera corresponderse con ese verbo. Se imaginó a sí mismo en una situación parecida y sonrió con un rictus de sonrojo que le sorprendió por cuanto nadie podía verlo o escucharlo en aquel reducto en el que vegetaba.

Algo decía el periódico, ahora casi descuartizado sobre los cojines aplastados, de lo que había que llevar a la tienda para demostrar las apetencias de roce u otras más elevadas. Le sonaba alguna fruta o similar pero no consiguió recordar. Tampoco se acercó a releer la noticia. Uno de los rayos de sol ya llamados al descanso nocturno dejaba vibrar cientos de partículas de polvo suspendido que se dirían bailar frente a él.

Esa sensación de movimiento le hizo mella. Volvió a mirar las manecillas del reloj. Todavía estaba a tiempo.

En un abrir y cerrar de ojos adecentó ligeramente su aspecto, alisó las greñas en las que se había convertido su cabellera y se decidió. ¿Acaso él no podría conseguirlo?

Pero ¿qué podría llevar como reclamo? Miró a la estantería. Las distopías, quizá por razones obvias, eran su género preferido. ¿Y si llevaba un libro para el carrito del súper? ¿Quizá el Fahrenheit de Bradbury? Demasiado violento, pensó. ¿Quemar libros? No.

Al fin se decidió por Orwell y sus “cambios” en la historia de 1984. ¿No era eso, cambiar, lo que pretendía precisamente?

Nervioso y tambaleante paseó durante un buen rato por las distintas secciones. Nadie parecía fijarse en él. Debo haberme equivocado, pensó, mientras se encaminaba a la salida. Cuando ya iba a abandonar, otro carro se le acercó. Un intercambio de miradas, una sorpresa inesperada... Yo prefiero a Huxley, le dijo la chica del otro carrito. Y su voz le susurró: ¿quieres que imaginemos juntos “un mundo feliz”?

Articulistas