Diente de perro

27 ene 2022 / 16:31 H.
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Más vale carne dura que papas tiernas, decía mi abuelo con sabiduría, y es que sabe más el diablo por viejo que por diablo. Entonces las carnes no llevaban hormonas, anabolizantes, aditivos y no sé sabe cuántas cosas, entre otras lindezas. Cualquiera que haya tenido la oportunidad de ver cómo se crían los animales en las macrogranjas, si alguien se ha molestado en ir a alguna para comprobar in situ la realidad de los productos que luego llegan a los supermercados, se dará cuenta de cuántas porquerías les meten no solo a través de su propia alimentación, en los piensos, sino vía vacunas, inyecciones y medicamentos. Se supone, quién lo duda, que la carne no debe tener enfermedades y presentarse en perfecto estado para consumir, una vez procesada y expuesta como nuggets o cualquier otra forma que no parezca ni siquiera carne.

Yo no conocí a mi abuelo, que murió a mediados del siglo pasado y apenas llegó a los cincuenta y pocos años. Tras la guerra civil, según me contaron, su proceso de autodestrucción fue en picado. No por la carne, claro, sino por la mala vida. Jugador de cartas empedernido, putañero, alcohólico y con mala bebida, estaba siempre de bronca y le decían el Peleas. Lo perdió todo. Ese refrán y otros me los contó, no obstante, mi padre, es decir, su hijo, con más distancia que afecto, como una anécdota objetiva, como un recuerdo nítido del pasado. Mi padre salía con la escopeta a cazar unos conejos o unas perdices y mi tía, su hermana mayor, le cocinaba lo que fuera y esa era la manera de comer carne. No había salchichas ni hamburguesas. Una vez al año se mataba al cerdo, que había ido engordando durante doce meses, y luego se hacían embutidos —convenientemente conservados en aceite, o en salazón— que duraban mucho tiempo. Esa tradición, en cierto modo, se sigue manteniendo en muchos pueblos, aunque cada vez menos. La vida ha cambiado, ha sufrido un giro antropológico de 180 grados.

Por su parte, mi dentista me ha dicho que para la primavera tendré los dientes como un chaval de 15 años, pero —no he querido darle explicaciones— yo a esa edad ya tenía varias caries y me habían empastado demasiadas muelas. A mis casi 50 años mi dentadura comienza a convertirse en una reliquia. A mediados de los 80 acababan de abrir una clínica dental en Torredonjimeno y tuve la suerte de ir. No era común. No conocíamos los cepillos de dientes, ni dentífricos, y la higiene bucal brillaba por su ausencia. Mi dentista me dice que para la primavera me voy a quedar como nuevo, para poder comer por el lado izquierdo, después de pasar la revisión, pero se trata del taller mecánico.

Hubo una época no lejana en que no había tanta suerte para comer carne, más bien había que echarse los dientes al bolsillo, por las ganas, y comer papas tiernas, si es que pillabas algo. La vida no mostraba piedad para casi nadie, porque no había derechos ni protección. Ahora sin embargo hay mucha carne, pero de mala calidad. Para comprar carne orgánica tienes que ir a buscar al pastor a algún lugar recóndito de la sierra, o si eres cazador. Pero ya todo eso resulta demasiado complicado, y lo sencillo es llenar hasta arriba el carro de la compra en el hipermercado. Un país que ha pasado tanta hambre ahora no tiene escrúpulos ni remilgos. Puro populismo, sí, pero gran verdad de la memoria reciente. Y es que a carne dura, diente de perro.

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