Día tercero

    22 mar 2020 / 14:10 H.
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    Cuaresma dominical. Con la mente exploradora que desafía las leyes físicas, y el corazón desbocado, tomamos asiento en los bancos del crucero para rememorar el tercer día de culto a su Buena Muerte. Nuestra miradas confluyen en su grandeza. Llevamos clavada muy honda esa cruz, desde aquel primer día en que la vimos procesionar por las calles jaeneras del brazo de nuestra madre, quien nos conminaba a elevar un beso al mástil de tan elevado bajel de brillante caoba, del que pendía un gigante crucificado que robó nuestro corazón mucho antes de que naciera el Tiempo.

    Entre el pánico a la pandemia, el nerviosismo desbocado de las gentes, la incertidumbre económica y social que está generando tan cruel episodio, mantenemos la esperanza, pues te tenemos a ti, grandioso Señor, dormido en una muerte que es buena tan solo porque la venciste para siempre. Este año no veremos el jardín sobre el que se levanta tu cruz incendiado por el primer rayo escarlata de un crepúsculo que rueda con terneza desde el peñascal calizo, en la tarde aguamarina, cuando se entreabre, lentamente, la Puerta del Perdón. No podremos oír el cornetín de órdenes legionario que avisa de tu presencia entre la multitud. Ni volveremos el rostro para contemplar con arrobo, tantas y tantas veces, el paso amoroso, solemne, pausado y elegante que marcan tus fieles anderos por las calles de la ciudad amada. No te devolveremos a la Catedral en la noche abismal y perfumada, en medio de la expectación jaenera, ni podremos mirarte por última vez, con gesto quebrado, antes de salir del templo. Y sin embargo te llevamos en los adentros, como un tesoro preciado que epidemia alguna puede dañar, pues eres el único médico capaz de curar cualquier dolencia de cuerpo y alma. Lo dice el salmista: “... sanas a los quebrantados de corazón y vendas sus heridas...”.

    Tu Buena Muerte, Señor, amanece en nuestra noche.

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