Día segundo

    03 mar 2020 / 13:02 H.
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    Ella estaba situada a los pies de la cruz de Jesús, junto a la del malhechor arrepentido. De esta forma oyó las palabras de Dimas, mientras anidaban amores y esperanzas en su corazón de madre: “Acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. Y, aunque estremecida de dolor, levantó los ojos para oír su respuesta: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

    Desde el anuncio del ángel de luz, había conservado las palabras de Jesús muy dentro del ser. Las rumiaba en silencio como dulce rumor de eternidades. A veces no podía comprenderlas, pero siempre le evocaban designios divinos. Su fe y humildad eran mayores que su curiosidad humana. Su amor de madre estaba más allá de su comprensión de designios eternos. Sabía que Dios estaba tras el misterio. Eso le bastaba. Esperaba confiada.

    Dimas quedó liberado de sus angustias. La luz de aquella divina promesa aliviaba, por primera vez en su vida, su profundo cansancio por la vacuidad de la existencia. Presentía, entre el dolor del tormento, un reino de luz donde no existen las sombras. Jesús expirante le había confirmado una fecha, más allá del Tiempo y del Espacio, para entrar en esa nueva dimensión. ¿Qué podía temer ahora?

    Tarde de Septenario. Marzo apenas comenzado. Un vientecillo glacial orea las callejuelas del barrio. La luna vela sus armas en el patio celeste. Nuestra mirada está en su cruz. Recuerdos de otros tiempos, olor a siglos del recinto sagrado, contemplación de un calvario sobrecogedor sobre el incendio de la cera y la flor recién cortada, belleza del rito. ¿Qué sería de la Liturgia, sin la solemnidad, el simbolismo y la precisión de cada gesto, de cada invocación, de cada vuelo del incienso, de cada color de las vestiduras del oficiante, de cada palabra pronunciada con unción, de cada silencio hondo, de cada nota musical, de cada rezo de la asamblea, de cada inclinación ante el Misterio...?

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