Día primero

    20 mar 2020 / 15:39 H.
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    Clausurada nuestra Catedral, la hermandad no puede rendir culto a las imágenes titulares. El nefando coronavirus transmuta la vida ciudadana. Pero Él nos acompaña. Quiero pensar que asisto al oficio religioso. Que estoy, junto a mis hermanos, en la nave central. Contemplamos a nuestro grandioso Cristo, el “Señor de la Catedral”, como lo denominara con acierto Emilio Lara, un cofrade blanquinegro además de grandísimo escritor, hoy descendido del madero, yerto y frío en los brazos maternos.

    El virus que lo ha matado no necesitó estados de alarma, pues nadie le hace frente. Campa por sus respetos desde la noche de los tiempos. Es el virus del desprecio, la soberbia, la maldad, la envidia, la ignorancia, el resentimiento; una invisible plaga que daña a la especie humana desde que malograra su primitivo estado edénico. Es el mismo vil gusano que todavía nos corroe, con mucho más rigor que el coronavirus, pues no solo hiere el cuerpo, sino también el espíritu, dañándolo con cegueras, egoísmos, odios, injusticias, soledades, y muerte interior. Solo la Cruz de Cristo restaña sus efectos. No existe otra medida sanitaria posible.

    Él no está impotente en su sacrificio, pese a que haya sido alcanzado por las sombras de la muerte. Dios lo explica todo. Lo decía el gran Papa polaco: “En realidad, todos los acontecimientos, para quien sabe leerlos con profundidad, encierran un mensaje que, en definitiva, remite a Dios...”. Esta crisis que padecemos, también. Ojalá este tiempo de prueba alumbre nuestro corazón, para saber separar lo fútil de lo primordial en la existencia.

    Silencio abisal. Seo vacía. Los hermanos llenamos el templo con la imaginación, para estar junto a nuestro Señor dormido, cuya lividez ha florecido en el regazo materno como un mazo de claveles de pasión. Apacible ansiedad. Espera confiada. La muerte ha sido vencida. Pronto amanecerá para siempre. Es nuestra fe.

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