Después de la posmodernidad

08 oct 2020 / 18:59 H.
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El puritanismo del norte de Europa se demuestra muy eficaz contra el virus. Como es sabido, no necesitan —ni se han visto obligados a— llevar mascarilla. Allí lo que es pegarse, se pegan lo justo. Ponen distancia. Desde mediados o finales de los años 50, hasta bien entrados los 80, en España, las jóvenes suecas —escandinavas en general— que llegaban como turistas a la costa
traían cierta renovación moral, aires de libertad sexual e independencia a un país que vivía oscurecido por el franquismo recalcitrante y ultramontano y la doctrina nacional-católica, todo ello envuelto en rancio olor a incienso y sacristía. El mito de las suecas... Los pacatos veían a estas chicas fumando, con sus escotes y su autonomía para revolcarse con quien quisieran, y resultaba un escándalo. Para los jóvenes más atrevidos, sin embargo, aquello se proponía como una revolución, una provocación y, lógicamente, un espejo donde mirarse. Era difícil salir de una zona rural entonces, pero algunos pioneros se fueron a la playa a trabajar en hoteles y chiringuitos como camareros, y luego nos contaron sus victorias en las barras de los bares, de madrugada y varias décadas después, como quien exhibe un trofeo. Así eran las cosas... Las vueltas que da la vida. Las vueltas que da el mundo. Con la ola conservadora neoliberal que comenzó en los 90, y que llega hasta hoy, el río tomó de nuevo lo que es suyo, y el puritanismo nórdico volvió a las andadas, si bien no como denuncia Ingmar Bergman en Los comulgantes (1963), película espeluznante que muestra de dónde viene aquella sociedad. El exceso suele mostrar de manera aumentada la realidad.

Las culturas latinas parece que siempre van detrás de los tiempos modernos, esos del capitalismo avanzado, precisamente porque no se adaptan o ajustan a esa moral ortodoxa propia del protestantismo, esa ideología del hombre hecho a sí mismo, del egoísmo y la ley del más fuerte y el destino individual. La modernidad, de por sí, siempre fue liberal, pero el sesgo de desregulación neoliberal es un sello que se impuso a partir de los 80, a partir de Thatcher y Reagan, tristemente famosos. Mucho antes, ya en el siglo XIX, nació ese sueño utópico que nunca logró cuajar. Y paralelo a él, la pesadilla de una modernidad afilada e implacable, la que representa EE UU: El nacimiento de una nación, de D. W. Griffith, data de 1915 y cuenta ya coherentemente los acontecimientos horrendos y repugnantes que dieron lugar a la formación del pueblo más poderoso, con todas sus miserias. Lógicamente hay muchas variantes y versiones, como en todas las historias. Además, depende sobre todo de quién lo cuente. A nosotros nos lo cuentan ellos, pues construyen nuestro relato, diciéndonos cómo somos desde la subestimación, la caricatura y la falacia. Vuelven la virtud vicio, vagancia o un eterno echarse la siesta, después de mucha sangría... Y ni hablar de los japoneses, que apenas tienen problemas con el virus...

Nos gusta pegarnos. Sobarnos. Somos besucones, tocones y muy afectuosos. No concebimos la vida sin el abrazo, sin el beso o sin el contacto físico. No obstante, los latinos llevan el paso cambiado respecto a la pretendida modernidad, esa que luego fue posmodernidad y después, incluso, dejó de ser posmoderna para diluirse en no se sabe qué, que es lo que tenemos ahora. Porque después de la posmodernidad, ¿qué es lo que viene?

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