Despedida y debut
Lloran los calendarios y las manecillas del reloj. Algo se termina. Los días se han consumido, las semanas, exhaustas, se asoman al abismo del nuevo comienzo. El año, el páter familias, del tiempo nos deja con su luenga experiencia, sus arremetidas y ese “rancio” sabor a caducado que, sin embargo, nos resistimos a olvidar, a dejar en el tintero de la veteranía, a olvidar, en suma.
Es la despedida de cada 31 de diciembre, de cada Nochevieja, de ese atragantamiento de la uva rebelde que solo el trasiego del sorbo salvador de cava logra incardinar en el proceloso sistema digestivo ya de por sí en dificultades por sobrecargo.
Y, entre uva y uva, trago y trago, suspiro y suspiro, se nos van apareciendo, como en ese último trance que se asocia con el adiós y el túnel terminado en fulgurante luz, los momentos que han conformado ese ficticio entramado de días y horas que hemos llamado con su orgulloso, pero ya desvaído numeral: 2024.
Acaso nos ha dejado el regustillo amargo de una ruptura ya superada, la emocionante llegada de alguien nuevo a la familia, la cita para una intervención que, albricias, salió a pedir de boca, un ascenso en el trabajo o un contrato inesperado. Quizá, incluso, hayamos encontrado, reencontrado, requetebuscado o hallado ese amor que soñamos, habíamos perdido o nunca imaginamos tener frente a frente.
También, tal vez, encontramos una multa en el parabrisas, llamó a nuestra puerta alguien que necesitaba ayuda, nos llegó una videollamada desde lejanos parajes y nos iluminó el alma, se nos estropeó la nevera, inundamos al vecino por no sé qué retorcida tubería cochambrosa o nuestra nieta, casi recién llegada, nos regaló la más franca de sus sonrisas...
Esas pequeñas cosas, las de cada día, las cotidianas, son las que realmente construyen el tiempo, o quizá lo deconstruyen como esos cocineros que, estrella en ristre, nos asombran deformando los platillos clásicos en irreconocibles propuestas culinarias. Y entre esos infinitesimales parpadeos fluye eso que llamamos vida, disfrazada de tiempo.
Abrimos y cerramos los ojos y nos vemos reflejados en el televisor que, incansable, desgrana publicidades bien pagadas, deslumbrantes lentejuelas, consejos varios y locuras” “made in Pedroche” hasta que —hágase el silencio— suenan los cuartos. En ese vórtice, que se diría agujero negro, todo vuelve a renacer con doce golpes de campana. Los contamos uno a uno en una suerte de cuenta atrás que en realidad es una cuenta hacia adelante. El ayer se difumina entre brindis, besos y abrazos, y esa gestación de 365 días da fruto con un 2025 burbujeando luminoso. Nos miramos y sabemos que todo recomienza a pesar de que somos los mismos y nos rodea lo que ya conocemos. Mañana todo será igual, pero algo dentro de nosotros nos impulsa a creer que los sueños tienen una probabilidad mayor de hacerse realidad con el cambio de dígito. Creerlo es consustancial a nuestra naturaleza. Ese debut del año nuevo nos hace presentarnos nerviosos ante el futuro que comienza disfrazado, todavía, con arbolillos luminosos, villancicos infantiles y buenos deseos compartidos. Y él, el futuro, que sabe que lo esperamos con los brazos abiertos, nos hace un guiño que no sabemos muy bien cómo interpretar. Claro que, tal vez, solo sea el efluvio de la última copa de la celebración.