Derogar el vino tinto

    15 jul 2023 / 08:48 H.
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    Hay que ver lo que les gusta a los aventadores de miedos oponerse por sistema a todo lo nuevo, por bueno y conveniente que parezca. El negacionismo a todo lo que innova, cambia o evoluciona, es un problema de los que confunden el significado emocional de tres adjetivos que parecen sinónimos sin serlo: “antiguo”, “viejo” y “rancio”. Casi todo lo antiguo es admirable, casi todo lo viejo es venerable, pero todo lo rancio siempre acaba siendo vomitable.

    El ilustrado Pedro Rodríguez de Campomanes, fiscal factótum del rey Carlos III, en su famoso “Discurso sobre la educación de los artesanos” (1775), que dio lugar, entre otras cosas, a la creación de las Sociedades Económicas de Amigos del País, se refería al caso de fray Juan de Medina, que dos siglos antes, en el XVI, ya pedía que no se le acusara del “delito de novedad”.

    Claro está, en un país en el que lo “nuevo” llegó a ser considerado delito, se le acaba tributando fanática sumisión no a lo viejo —tantas veces venerable—, ni tampoco a lo antiguo —tantas veces admirado—, sino a lo “rancio” y a su hedor inmovilista y vomitivo. Siempre he pensado que lo que le da el justo sabor vitalista al popular cocido es precisamente la novedad del tocino fresco que luego se pringa en el pan tierno, y no el ambiente en familia en el que siempre se han comido sus tres vuelcos con pan duro.

    Antológica es la anécdota que me contaba el recordado y buen amigo, compañero comendador de la Orden de la Cuchara de Palo, Diego Rojano Ortega, sobre el filósofo y ensayista catalán Eugenio D’Ors, cuando al bajar del tren en Zaragoza lo esperaba a pie de andén un amigo castizo hasta las trancas que le dijo a modo de recibimiento: ”Vendrá a mi casa... Y comerá un cocido en familia”. D’Ors, desde la retranca que gastan como nadie los hijos del Mediterráneo, murmuró por lo “bajini”: “Precisamente las dos cosas que más me molestan: la familia y el cocido”. Debió pensar el ilustre filósofo catalán que, tanto en el cocido, como en la familia, son donde más afloran los garbanzos negros, y a veces hasta se cuela el tocino del “cuñadismo” más rancio.

    Konrad Adenauer, el padre de la nueva Alemania que surgió después de la locura hitleriana, decía, no sin razón, que “no hace falta defender siempre la misma opinión porque nadie puede impedir volverse más sabio”.

    Quien es capaz de aceptar como algo natural la mutabilidad del Universo —el cambio constante—, acaba por desabrocharle la blusa al propio inmovilismo, y descubre que la vida en esencia se mueve y nos conmueve, y con ello nos airea y nos ventila.

    Por eso me preocupan tanto los que dicen que nunca han cambiado un ápice su manera de pensar. La ranciedad a la que suelen oler sólo les sirve de coartada para no admitir que, pese a todo, se nos brinda cada día la posibilidad de volvernos un poco menos garbanzos negros y menos tocino rancio en un universo que inevitablemente se expande, achicándonos hasta los límites infinitesimales de lo ridículo en una idea inmutable.

    En la década de los noventa del pasado siglo XX, tuve la oportunidad de asistir a un acto como cronista oficial, en el que coincidí en un ágape con el entonces obispo de Jaén, monseñor García Aracil, don Santiago, quien conocedor de mi condición de maestre prior de la Orden de la Cuchara de Palo, me preguntó sobre el dilema en gastronomía de si vino blanco o vino tinto. “Cada momento tiene su vino, monseñor” —le respondí por salir airoso del dilema planteado—. A lo que él contestó: “Yo creo que el mejor de los blancos siempre es un buen tinto”.

    Vivimos en esta campaña electoral el empecinamiento de los que se obcecan en “derogar el vino tinto” sin habernos dejado claro qué vino blanco elaboran ellos, y con qué tocino rancio lo sirven de tapa.

    ¡Con la Iglesia hemos topado, Sancho! Yo le haré caso al recordado monseñor don Santiago, y votaré por el vino tinto, para que no se nos acabe atragantando el vino blanco con el tocino rancio que algunos pretenden ponernos como tapa inelegible y única.

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