Derecho a no dialogar

03 oct 2019 / 08:52 H.

Aveces se queda uno en blanco ante el papel sin saber el tema que tocar. Supongo que escribir tan de cuando en cuando hace que se pierda la práctica necesaria para hacerlo con fluidez. Se te vienen a la mente muchas ocurrencias que piensas que son geniales, pero cuando llega la hora de escribir se diluyen. Otras veces tienes claro lo que contar pero el sentido de la oportunidad te dice que te calles. No por miedo a nada ni a nadie sino ante la duda de que por ser publicado en un momento determinado pueda interpretarse mal. Con la edad crece la prudencia, aunque algunas veces se nos caliente la boca más de la cuenta. Como diría Hemingway, hacen falta seis años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar.

Hablando de hablar, y sin ganas de enredar, no sé a ustedes, pero a mí cada vez me resulta más pesado ese llamamiento permanente al diálogo como solución de todos los males al mismo tiempo que los que lo proponen anulan o desprecian los foros de diálogo que en democracia existen, que siempre fueron los parlamentos. Diálogo, claro que sí, pero no con imposiciones, amenazas o exclusiones, sino con argumentos y proposiciones. Y con luz y taquígrafos, que los acuerdos haciendo manitas por debajo de la mesa camilla son los que nos han llevado hasta aquí. Ello implica lealtad mutua, que en política no puede significar otra cosa distinta que el respeto a las leyes.

Lo leal es lo legal. El problema viene cuando se exige el diálogo desde el delito y la intolerancia. Lo de Cataluña es algo así como si un día te llega un amigo a casa y delante de tus narices se lleva un cuadro porque el paisaje le gusta. Y al día siguiente llega y te coge un libro, y luego otro, pensando tú que los toma prestados. Cada vez que viene arrambla con alguna cosa más. Y al cabo del tiempo, harto ya de que te tomen el pelo le dices, “oye, devuélveme todo lo que te has llevado”. Y él te dice que de eso nada, que en todo caso “vamos a dialogar y a negociar”. Y entonces, o le dices que no hay nada que dialogar, quedando como un intolerante, o acabas negociando lo que es tuyo, quedando como un gilipollas.

Cuando alguien mete la pata —o la mano, que también la han metido y no poco—, antes de volver a sentarnos en una mesa con él, deberíamos exigirle que la saque de donde la metió. Porque si no, estaríamos aceptando como válido que la metiera. El diálogo es algo natural y necesario en todos los órdenes de la vida. Pero también es cierto que a veces el silencio puede ser, además de un derecho, —derecho a no dialogar— la mejor muestra de inteligencia. Hablar con quien previamente te ha dicho que “si quieres lentejas y si no las dejas” no sirve de nada, a no ser que quieras comer lentejas. Hasta con nuestras parejas hay conflictos que requieren tiempos de silencio. Y aun sin problemas, callar no significa nada malo, sino al revés, es tenerlo todo mucho más claro.

Tener claro que hay cosas que no admiten discusión. En una ocasión le preguntaron a Rafael el Gallo por su amistad con Juan Belmonte, el rival de su hermano Joselito: “Rafael, ¿Juan y tú erais amigos?”. A lo que el divino calvo contestó “¿Juanito y yo?. Fíjate si seríamos amigos que nos pasábamos las horas juntos sin hablarnos.” Anécdotas aparte, lo cierto es que mucho dialogar y negociar pero aquí estamos de nuevo en una campaña electoral. Esa es la verdad.