Del Pérez Aguilera, soslayado

24 feb 2025 / 09:08 H.
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Con el título, “Miguel Pérez Aguilera Luminoso calvario andaluz” la acreditada editorial Renacimiento publica un libro sobre el universo de este maestro de no fácil acarreo en estos días de juegos e intereses múltiples. Tiempo, también, en que el arte ha pasado a ser una mercancía bien dispuesta para la observación de cualquier ojo extraviado. Se trata de un correlato de recuerdos y vivencias que ponen en juego un modo de ser en contradicción con los años y la época que le toco vivir a este más que recio artista nacido en Linares en 1915, cuyo óbito tuvo lugar en la Sevilla de 2004. Pintor reconocido y maestro venerado que ha pasado de puntillas a lo largo y ancho de una vida dilatada en años y más que activa en cuanto hace a estudio y trabajo, pero también como observador y testigo de todo aquel periodo de gestación de la, vamos a llamarla así, vanguardia del arte sevillano que, entre otras cosas, hoy parecería convenirle contemplar el quehacer pictórico del maestro de modo un tanto soslayado. Un periodo extenso nutrido de voces que abarca toda la segunda mitad del siglo XX, de cuya peripecia, en gran medida, dan cuenta las 371 páginas que constituyen este ejemplar correlato literario armado durante muchos años por el escritor extremeño Federico Ortés en torno a una figura tan verdaderamente fascinante como velada. Tal es el territorio que, es bastante de lamentar, ocupa hoy Miguel Pérez Aguilera. Sin duda una de las figuras claves de la vanguardia pictórica, tanto como pintor, claro que sí, pero también, no lo olvidemos, como tenaz y ejemplarísimo maestro de muy fértil y largo magisterio a quien el escritor citado, amigo y, en alguna medida, también alumno y coleccionista del artista, le dedica un caudaloso río de recuerdos. Abundoso relato de incontestable interés que ayuda tejer la fertilidad e importancia de la figura y la obra de este artista, cuyo vivir y pintar corresponden a una sola manera de ser y de sentir. Tal fue el hombre y el pintor, armado de una sola pieza de la cual dan cuenta estas cálidas páginas recorridas por una prosa de sentidas remembranzas en torno al pintor, acaso, detenidas en un vivir de soledad, pero también de soledades contempladas y narradas por la sensibilidad de Federico Ortés, escritor de claras predilecciones cervantinas y, a mis ojos, de enorme lealtad en cuanto hace a los muchos años de compartida amistad con el artista.

Miembro de la Joven Escuela Madrileña, pintor con una trayectoria seguida y aplaudida por la crítica, llega a Sevilla en 1946, tras obtener la cátedra de Dibujo del Natural en la Escuela Superior de Bellas Artes de la ciudad hispalense, convirtiéndose en uno de sus pilares fundamentales por lo que significó su dedicación, innovación y mecenazgo espiritual para un gran número de alumnos, muchos de ellos de reconocido prestigio, que han sabido valorar y agradecer la aportación de su maestro con varios homenajes a lo largo de su vida docente. Reconocido como maestro de la pintura andaluza de fermento vanguardista, premiado en diferentes ocasiones en la Exposición Nacional de Bellas Artes, artista en una búsqueda permanente —escuchando únicamente los ruidos que le llegan de adentro—, decide abandonar la figuración a finales de los cincuenta para adentrarse en una vía que le llevará a ser considerado uno de los grandes innovadores de la abstracción española del siglo XX, horizonte que, como ha quedado advertido, concluyó el 8 de enero de 2004 a los 89 años, pintando hasta el último momento. Una vida, por lo demás, que transcurre en unos años en los que todo sucedía muy rápido, las artes plásticas pasaron del tenebrismo mitológico del nacional-informalismo a la imposición del expresionismo abstracto de la llamada escuela del Pacifico. Cosa diferente es, y más cercana, el repentino advenimiento, digámoslo así, de José Guerrero y Esteban Vicente. De pronto, la supuesta internacionalidad, emulada sin recato alguno, había perdido su mística moral en tanto que el informalismo triunfante durante los dos últimos decenios del Régimen cedía paso a una abstracción jocosa. Todo resultaba “divertido” para los intelectuales de la época. De modo convenido, la astucia política aconsejó una especie de magnánimo olvido desplazando las sombras del siglo anterior. Súbitamente, el arte se convertía en ornamento de un clima que dejaba atrás la poética de Baudelaire, abriendo una brecha considerable entre el pensamiento de Adorno y el de Walter Benjamín, dejando sin espacio cualquier reflexión visual como fue la del Retorno al Orden, movimiento europeo de entreguerras. Sí, con el cinismo de un silencio cómplice, los galeristas y pintores más afines a la política iniciada al otro lado de la dictadura obviaban lo que, para bien y para mal, había supuesto la Documenta de Kasel, celebrada en 1972, poniendo en riesgo trayectorias de tanta legitimidad pictórica como es, sin duda, la de Miguel Pérez Aguilera, probablemente, el mejor. Y más caudaloso canto cromático que durante el más de medio siglo a trinado desde la plástica del Sur.



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