Del desasosiego
Una vez fuimos viento. Y como tal fuimos libres. Hoy, impresos o no, somos papeles. Uno certifica nuestra llegada a este mundo cruel, otro certificará sin contemplaciones nuestra irremediable partida. Y entre uno y otro, nuestra religión, nuestra formación, nuestros amores y desamores, nuestras posesiones, nuestros delitos y penas encontrarán acomodo en negro sobre blanco. Junto a nuestros nombres, habitarán los papeles otros nombres de personas a las que querremos u odiaremos, o ambas cosas. Y junto a nuestra firma, doctores, maestros, notarios, registradores, jueces y funcionarios en general consignarán el sinfín de circunstancias inherentes al mágico acto de respirar. Indefectiblemente, todos nuestros papeles, de gramajes y calidades diferentes, como lo son cada una de nuestras vidas, ocuparán uno o varios cajones de nuestra casa y de nuestro corazón. Y cuando ya no estemos, porque la muerte nos secuestre sin ninguna petición de rescate, los nuestros o unos desconocidos los leerán, nos leerán, tal vez con una sonrisa, acaso incluso con sorpresa. Al final, los papeles, nosotros, seremos desgarrados y acabaremos en un contenedor. Y mejor así, porque, siendo papeles, nuestro peor enemigo es el viento que un día fuimos.