De hípico, bazokas y cánfor

    19 oct 2023 / 09:28 H.
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    Aquellas ferias de mi niñez y adolescencia eran bien diferentes. Comenzaban en el campo Hípico, donde apostábamos nuestro capital y entablábamos amistad con esas niñas candidatas a nuestro primer amor. De allí, flanqueados por las dos torres que presidían el comienzo del recinto ferial, íbamos camino de los cacharricos parando en los puestos en los que tirábamos un duro a las tabletas de turrón, pero que extrañamente iba a parar a revistas de contenido muy diferente al producto navideño. Algún disparo con la escopeta de plomos a los chicles bazoka, la visita al monstruo de Nicaragua, la mujer serpiente o las hermanas colombinas, junto con una entrada al laberinto de espejos, era todo lo que aquellos niños de los 70 podían hacer en esos fríos y lluviosos meses de octubre. Luego llegaron las casetas en los bajos de la Avenida de las Cruces y la caseta del Condestable y esos zapatos llenos de barro que quedaban en la pila preparados para otro día tras una buena dosis de cánfor. Mis padres nos compraban a los hermanos un globo de gas con el que caíamos rendidos observándolo en el techo, y nos despertábamos con la desilusión de verlo en el suelo. Fue la primera vez que supe que nada en esta vida era eterno. Aún así, éramos muy felices y no lo sabíamos.

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