De carros y piñas
Me gustan las historias, como a casi todo el mundo. Y por eso intento analizar los contenidos de ficción. ¿De dónde surgen? ¿Cómo se construyen? ¿Qué finalidades persiguen? Desde que somos pequeños vivimos en contacto con decenas, cientos, miles de historias. Cuentos, narraciones, obras teatrales, películas, series, canciones, cómics, videojuegos, que van conformando nuestro imaginario y fijando modelos de comportamiento a imitar.
Todos estos contenidos narrativos consiguen divertirnos y entretenernos. Constituyen tramas argumentales enriquecidas desde muchos siglos atrás. Y partiendo de fábulas primigenias, han ido adaptándose a las distintas sociedades, buscando la manera de reflejar las inquietudes y anhelos del ser humano y de su entorno. La literatura, el teatro, la música, las producciones audiovisuales y el resto de formatos de ficción, sirven para deleitarnos, para estimularnos, para sorprendernos. Y también para manipularnos. Y es que hay unas determinadas historias que no elegimos visualizar y que sin embargo nos vemos obligados a contemplar constantemente, a través de distintos medios. A menudo sin ser conscientes de ello.
De hecho, cada día, sin desearlo, consumimos muchos minutos de contenidos narrativos cuyo único fin es influirnos para que adoptemos determinados comportamientos. Normalmente son piezas breves, que con un gran de despliegue técnico y creativo, cuentan historias atractivas que con frecuencia tratan de conectar con nuestras pulsiones más básicas y se esfuerzan en conmovernos.
Estoy hablando, evidentemente, de la publicidad. Una fórmula para estimular el comercio, que en nuestra sociedad hiperconsumista alcanza cotas delirantes. A mí, personalmente, me resultan especialmente perversos los spots publicitarios de las campañas navideñas. Apelando a un presunto espíritu de bondad y de generosidad, que se asocia a tales fechas, se utilizan, de forma impúdica, los reencuentros familiares y los instantes de felicidad compartida en torno a un árbol y a cajas de colores que contienen regalos, para convencernos de que tenemos que consumir determinados productos. La música, noble arte, convertida en una sucesión de sintonías publicitarias al servicio del marketing. La poesía, transformada en eslóganes publicitarios. La narrativa, usada como herramienta de comercio. Y más allá de tales campañas tradicionales, a veces algunas empresas avispadas dan con la clave para traspasar los límites de lo puramente narrativo y consiguen promocionarse a través de aparentes sucesos reales. Y lo hacen a través de una especie de publirealidad, en la que se busca diluir los márgenes entre lo real y lo ficticio, logrando que todos seamos artífices de la campaña de marketing de moda. Esto ocurre, por ejemplo, cuando todo el mundo anda haciendo comentarios y bromas relacionadas con una presunta práctica que tiene lugar en supermercados a los que acuden personas que quieren comenzar una relación, mediante un código de productos que propician encuentros afectivos o sexuales. El resultado: millones de personas difundiendo una marca, convertidos en pequeños agentes comerciales. Y la situación que narran es tan surreal y absurda, que resulta desternillante. En fin, lo que nos faltaba. Ahora, además, se han apropiado, también, de la comedia.