De banderas y abanderados

03 mar 2022 / 16:36 H.
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Las banderas como tales ya se usaban en China y en la India quinientos años (a. C.) y aparecen en occidente con la ruta de la seda, materia prima con la que se pueden confeccionar telas ligeras que ondean fácilmente con el viento. En Europa y en África eran otros los objetos que entonces cumplían ese papel emblemático. Los estandartes romanos se llamaban “Vexillos” y estaban hechos de lana y colgaban de un travesaño horizontal. Hay en estos tiempos quien —ante una bandera— dice no ver más allá que un trapo de colores. Y hay también quien considera que sólo sirven para dividirnos y por tanto entienden como atraso que las siga habiendo, creyendo —se supone que de buena fe— que un mundo sin banderas y sin fronteras sería un mundo mejor. Olvidando que a lo largo de la historia —que por algo será— fueran de seda o de lana, las banderas siempre existieron. Y que a la vista de cómo somos los humanos —lo estamos comprobando estos días— mal asunto podría resultar que no las hubiera; porque sería la señal más clara de que todos íbamos a estar bajo la misma y por lo tanto todos al pairo de quién fuese el que la izase. Las banderas identifican pueblos que viven en un territorio determinado y representan valores intergeneracionales que están por encima de ideologías o estrategias de poder o de convivencia que pueden adoptarse en cada época. Un día gobiernan unos y al siguiente otros, con un sistema o con otro, pero el ámbito permanece y los símbolos también. O se asume la historia con sus luces y sus sombras o no se aprende nada de ella. Las banderas han sido nefastas cuando se han sacado de parva, y en lugar de países representaban ideologías; en lugar de pueblos, razas o credos; en lugar de naciones, nacionalismos. Pero en general son la forma más sencilla de simbolizar ante propios y extraños lo que nos une como pueblos o —como hace unos días aquí en Jaén con motivo del Día de Andalucía— para reconocer a algunos ciudadanos su labor ejemplar en cualquier disciplina, convirtiéndolos en abanderados de la tierra en la que viven y trabajan. Y entre ellos un señor de Linares —mina de toreros— que ha cumplido veinticinco años como matador de toros, en los que ha dejado clara su manera de entender la vida a través del arte de torear. Con valor sobrio y elegancia singular, con orgullo, aunque sin vanidad, sin rebajar la calidad en favor de la cantidad, ni sacrificar autenticidad en busca de una mayor rentabilidad. Osea, sin cambiar el cómo en favor del cuánto, que para disfrutar del toreo no hacen falta cuarenta muletazos.

Como ven, las banderas sirven también para la paz, que dicen que es el espacio entre guerras. Los caballeros medievales, en tiempos de paz, se ejercitaban luchando con toros “por no dejar enmohecer las armas”. Eran exhibiciones públicas que servían también de recordatorio de que la guerra, la muerte y la sangre siempre estaban a la vuelta de la esquina, y sólo con el valor de su gente pueden sobrevivir dignamente los pueblos. Por eso siempre fueron adornados con oro —o adorados— los que se la juegan en la plaza o en el frente. Mirar para otro lado nunca. Y hoy menos, cuando nos han metido los toros en el corral vecino. Hoy la bandera que va por delante en nuestro mundo libre —con todos sus defectos, pero libre— es la de Ucrania. Y los héroes sus abanderados.

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