Cuentas de verano

    29 jul 2025 / 08:59 H.
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    En pleno julio, la costa andaluza brilla como siempre. Las playas se llenan de sombrillas multicolor y de conversaciones que suenan a vacaciones. Pero si uno observa con atención, se percibe algo más sutil, algo que va más allá del simple disfrute estival: un modo de estar de muchos paisanos, de familiares venidos desde otras provincias y de vecinos, con un talante contenido, casi defensivo, que revela las cicatrices de treinta años de estancamiento salarial en España.

    Según datos recientes (Eurostat) el salario real medio ha crecido apenas un 6 % desde 1993. Es decir, tres décadas después, un trabajador medio sigue ganando prácticamente lo mismo que sus padres, pero enfrentándose a una vida mucho más cara. El resultado de ver el comportamiento del españolito de a pie durante estos días, es un verano que, en lugar de ser una explosión de libertad y consumo, se vive desde la resignación de lo posible: ajustar presupuestos, buscar chiringuitos con menú del día, limitar las excursiones y reservar actividades de ocio sólo para ocasiones contadas.

    No es que falten ganas de disfrutar; es que el bolsillo impone una forma inconsciente de medir cada gasto. Consumimos con prudencia, no por falta de deseo, sino por una memoria económica heredada que dice “cuidado, que mañana no sabemos”.

    A pocos metros, en ese mismo paseo marítimo, uno se cruza con turistas nórdicos, alemanes o franceses. Ellos no parecen debatirse entre pedir otra ronda o no. Contratan excursiones, alquilan barcos, cenan en restaurantes sin preguntar el coste de cada plato y hasta compran nuestras casas. Y no es una cuestión de ostentación; es, sencillamente, que sus salarios reales sí han crecido. Basta conocer los datos de que Suecia lo ha hecho un +57 %, e Irlanda un +72 %. Eso se traduce en un consumo relajado, natural, que proyecta una imagen de solvencia y seguridad.

    Así, sin que lo queramos, se dibuja un contraste que va más allá del ocio. Mientras nosotros proyectamos hacia fuera una marca país basada en la austeridad disfrazada de ingenio (“nos las apañamos con poco, sabemos disfrutar con lo que hay”), otras nacionalidades exhiben sin complejos un modelo de bienestar que les permite vivir el verano sin esa carga inconsciente de contención. Y el mensaje que queda, aunque pocos lo dicen en voz alta, es que España sigue anclada en un modelo que no premia la competitividad ni la productividad, que no genera el margen suficiente para transformar la prudencia en confianza.

    Ese estancamiento salarial no solo afecta a la economía doméstica; moldea también actitudes, decisiones y hasta gestos. Nos hace planificar más de lo que disfrutamos, nos vuelve hábiles en el arte del ahorro, pero menos atrevidos a la hora de invertir. Mientras tanto, quienes llegan de países con estructuras salariales sólidas viven su verano con una ligereza que proyecta bienestar. Y en esa comparación silenciosa, en esa coreografía de consumo veraniego, se escribe una narrativa que define reputaciones colectivas.

    No es que seamos menos ambiciosos, ni menos capaces. Es que, con salarios que no despegan desde que veíamos la televisión con 2 canales, nuestro verano es más un ejercicio de resistencia que una verdadera celebración.

    ¿Y qué cambiar para revertirlo? España necesita mucho más que contención fiscal o parches coyunturales. Necesita políticas que premien la productividad real, un sistema educativo que forme para la economía del conocimiento, una cultura empresarial que retenga talento y genere valor añadido, y un marco laboral flexible que incentive el mérito sin precarizar. Solo así, el poder adquisitivo podrá crecer de forma sostenida y transformar nuestra actitud colectiva.

    Cuando los salarios reflejen la competitividad que merecemos, ya no habrá que aparentar ingenio para disimular carencias. Entonces sí podremos proyectar una marca país de confianza y estabilidad, no de resignación. Porque un país no se define solo por lo que produce, sino también por cómo su gente vive —y disfruta— lo que produce. Entretanto, camisa de lino y cabeza bien alta por el paseo marítimo.

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