Con las mejores intenciones

23 mar 2016 / 17:00 H.

Históricamente, las revoluciones contemporáneas han destruido el templo y lo han querido —o pretendido— reconstruir en tres días. La realidad no es mágica, por el contrario, ni espiritual. No se pasa de la nada al todo solo por pensarlo, por mucha teoría cognitiva que proponga que nuestros sueños se llevarán a cabo por el hecho de imaginarlos, aunque también es verdad que nadie niega a ese gesto un inicio claro, por algo hay que empezar, a pesar de que resulte insuficiente. Ayer mismo, vi un magnífico documental sobre colibríes y me sorprendió cómo estos enigmáticos pajarillos deben volar para no morir: si se detienen, se les acaba parando el corazón, ya que este solo está preparado para el esfuerzo, la agitación, el trabajo constante... En fin, eso podría ser la prisa, sí, esa velocidad y necesidad —la ananké clásica actualizada de un modo u otro— propia de los románticos, germen del comunismo que conmocionó el mundo desde que la utopía se desligó de la Ilustración y se encarnó en el pueblo, esa masa informe ahora disuelta en el espejismo virtual de las redes sociales, el internet y las mil y una chucherías que nos ofrece el capitalismo consumista para despistar nuestras genuinas inquietudes y convertirnos en carne de hipermercado. Cualquier proyecto reformador, no obstante, plantea los retoques como grandes cambios estructurales. O sea, por pequeñas que sean las reformas, tardan frente a los grandes cambios, esos que por imposibles se vuelven impracticables. Ni posibilismo, ni guillotina, la virtud mantiene el equilibro como el colibrí, batiendo el corazón a mil por segundo, libando el néctar, sabiendo que necesita de la flor para vivir y que la flor lo necesita a él, pues también ésta se desarrolló de tal modo que se fue forjando una simbiosis rizomática inseparable entre ambos. Así, al menos —de partida— se nos aclara una cosa, y es que la evolución todavía no ha acabado, pues todo toma su tiempo, incluso millones de años, mientras nosotros nos empeñamos en querer las cosas muy rápido, siempre súper rápido, aunque sea con las mejores intenciones.