Colección González-Trevijano

30 dic 2024 / 09:05 H.
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Se trata de una muestra que, comisariada por Antonio García Bascón, sintetiza la soberbia colección del jurista Pedro González-Trevijano, cuyos fondos superan cinco veces el número de las 59 piezas ahora expuestas. Síntesis también, es preciso decirlo, del quehacer de este más que recio pintor jiennense que, hasta donde mi memoria alcanza, supone una muy alta cima entre los artistas españoles de la llamada segunda escuela de París. Singularidad y poética que, fuera de los dibujos trazados con barrita de sanguina en torno al año 1922, no deja de ser mera referencia en esa lontananza que pueda avistarse mirando a Picasso. Un pintor más en la modernidad que en la vanguardia, cuya obra se acuna en paraísos de historia y costumbres: “Francia cuenta en mi vivir pero no en mi pintura”. Una respuesta a mi sugerencia de visitar una exposición de Pierre Bonnard en el Grand Palais.

En fin, en cualquier caso, ahora nos ocupamos de un conjunto de obras que suponen otra singularidad dentro de su correlato expositivo, deudoras de la sensibilidad de su propietario, Pedro González-Trevijano, más cercano al talante de aquel Carlos V que tomó del suelo el pincel de Ticiano para ponerlo en la mano de aquel más que excelente maestro veneciano, que a ese coleccionismo actual y estúpido del que da cuenta el historiador y anticuario catalán Arturo Ramón en “Nada es bello sin el azar”.

Delicioso libro que releo gozosamente, en el que, junto al seguimiento de algún cuadro de Antonello de Messina y el descubrimiento de un La Tour, por parte del entonces ministro de Cultura, César Antonio Molina, figuran sueltos tan sagaces como este, en cuanto hace a la aparente expansión de un determinado coleccionismo: “Como el lince ibérico, el coleccionista es una especie en peligro de extinción. Sí, el coleccionista digo, no esa señora pija que se pasea en Jaguar y se define como coleccionista porque heredó algunos buenos cuadros, ni el especulador que compra y vende obras como un agente de bolsa y proclama a los cuatro vientos su amor al arte”.

Ciertamente, el caso del profesor González-Trevijano es muy otro, como muy otro es el mimo y la perseverancia con los que este más que acreditado jurista e intelectual viene conformando su colección a partir de la remembranza de su abuela, efigiada por Ángeles Ortiz, alrededor de 1915, mediante el gozoso y expresivo dibujo que da comienzo al discurso de la muestra y, en su día, centró el interés de este coleccionista por la obra del pintor, a cuya familia viene tratando con asiduidad, como se desprende de la conversación sostenida con el comisario de la exposición. Trabajo que, con el de Juan Manuel Bonet y otro de la misma pluma, es uno de los tres textos del catálogo que acompaña la exposición. Por lo demás, texto clarificador, en cuanto que vuelo muy en consonancia con el extenso territorio estético que habita el quehacer de Manuel Ángeles Ortiz, en ocasiones inexpugnable y, sin embargo, cubierto con un velo identitario de autenticidad, acorde con la elegancia de quien sabía disimular con aparente olvido: “Eso fue hace mucho tiempo...sí, allá por el año de María Castaña”. Así decía a María Fortunata, probablemente la persona que más asiduamente trató a Manolo, “el de los ángeles pajoleros, según aquella “Journalie” llegada a París con beca de escultura en la misma promoción que Miguel Berrocal. En efecto, María Fortunata no dejaba pasar una quincena sin visitar a Manolo y a Brigitte en el domicilio de la Rue del Odeón y quien, por mero azar, me presentó al pintor en un homenaje a Rafael Alberti convocado en la entonces celebérrima librería Shakespeare, esto es, casi al costado de Notre Dame. Desde entonces he seguido la obra de este artista y disfruté de su amistad, cuyas obras vi en París, Madrid, especialmente en una muestra celebrada en el Museo de Arte Contemporáneo, que comisarió María Fortunata, luego llevada a Jaén, Granada, Sevilla... Sin embargo, formatos aparte, ninguna como esta exposición de Granada, me ha permitido percibir el quehacer de este pintor de modo tan total. Artista, no lo olvidemos, siempre el mismo y siempre diferente. Absolutamente complejo de lectura, y claro es, nada fácil a la hora de compensar las colecciones destinadas a los museos de Jaén y Granada cuando, durante el mes de marzo de 1990, me reunía con José Ramón Ló-pez, entonces director del Museo de Arte Contemporáneo de Sevilla, con el de Jaén, a la sazón José Luis Chicharro, y el consejero de Cultura, Torres Vela, para efectuar el reparto, cierto que más a favor de la ciudad de formación del artista, a la que se le asigno el cuadro “Gran Cabeza”, hoy, de estar bien informado, en el despacho del presidente de la Junta de Andalucía. Al cabo, dos ciudades del Sur de España, absolutamente centrales en el quehacer del pintor. La primera, lugar de su nacimiento.

La segunda, la de su formación y, en muy gran medida, alimento del artista, tal y como se respira en las reproducidas en el catálogo que acompaña “Manuel Ángeles Ortiz en la colección González-Trevijano”, mostrada en la Fundación Caja Rural de Granada hasta el 4 de enero de 2025.

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