Bienvenida

    18 feb 2023 / 16:00 H.
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    Hace unos días, rebasado por esas contingencias que cercenan el sueño de una criatura posmoderna antes de que las ancianas arrimen al fogón el pucherete de la aurora, pegué un brinco de la cama, me calcé las chirucas y salí con mi mochila de las evasiones echando leches para el Cabo de Gata como si algo me estuviera esperando en aquella maravilla geológica. Con la sola brújula de un vago recuerdo, recorrí las calas que se extienden más allá de San José. Regalo de la luz, la compañía desértica del litoral, dejé que el mar tomase mis pies con su ángel hibernado. Pero hubo un momento en que, perdido de las marcas del sendero, abrí camino por un acantilado que iba extremando la ruta. Cuando el margen del precipicio se hizo imposible, tuve que parar. Preso del pánico, cerré los ojos. Atrás todo era riesgo. Cuando pude abrir los párpados, ante mí el gran zafiro ofrecido en la mano del mundo, los zócalos volcánicos entraban al mar como viejos galeones abandonados. De pronto, la visión sublime. Así es el vértigo de la belleza ante el papel en blanco. Las palabras siempre vuelven. Y yo, recobrado el equilibrio, regresé por donde vine hasta dar con el rastro advertido por los mapas.

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