Biblioteca Literaria Giennense
Las ciudades siempre son las mismas, reciben tanto como dan. Jaén siempre ha sido generosa. Esta es, probablemente, una de las glorias de esta ciudad, pero también puede ser una de sus sombras, tal y como pudiera desprenderse desde la percepción siguiente: “Si te detienes en establecimientos de cierto porte, los propietarios nacidos en estas tierras son conocidos por su nombre, los llegados de otras provincias, enseguida obtienen la consideración de Don precediendo el nombre. En efecto, recuerdo establecimientos del Jaén de los sesenta que remiten a la observación de aquel querido amigo, va ya para tres decenios perdido. Algo de ello sucede con aquello que corre parejo a la cultura.
De pronto, observado por dos grabados de Lorenzo Goñi reproducidos y ampliados y la presencia figurada de Don Manuel Caballero, siete decenios sobrados se me acercan durante la inauguración de la “Biblioteca Literaria Giennense”. Tiempo que forma parte de aquel Jaén que veía despertar a un grupo de personas iniciando su vivir concluido aquel trienio guerrero especialmente cruel, todavía demasiado presente entre nosotros. Años que dan cuenta de ese paisaje que rememora los primeros hallazgos de una parcela de verdad que, para aquella juventud, no existió o dormitaba en las bibliotecas en espera de rescate. Lugar de reflexión que fomentó el acercamiento a la lectura de noticias archivadas en aquella hemeroteca, pero también la relación con personas cimeras contempladas desde nuestra mirada, hoy solo frecuentadas en el recuerdo. Años, en fin, propicios al desplazamiento de la periferia al centro de la ciudad, universo fascinante en el que descansaba el papel impreso y encuadernado que, sin relación alguna con la biblioteca hexagonal imaginada por Borges, nunca ha dejado de ser un lugar de recuerdo frecuentado por generaciones siguientes. Un espacio especialmente cálido y dispuesto para la reflexión, recordado por Juan Eslava Galán durante la primera conferencia que ha sido pronunciada en la tribuna de este cálido y abrigado lugar. A la sazón, cerrada caja de resonancia que silenciaba el familiar repicar de las campanas de nuestra Catedral, estúpidamente desdeñado, probablemente, por la única persona dedicada a sofocar fuegos, alérgica al humo. Acontecer otro y de muy otra manera sentido que continua en pie. En fin, deseo de impulsar un saber que además de aliento inicial y hasta iniciático, es también una legitimidad que, con la génesis del Instituto de Estudios Giennenses, obtiene carta de ciudadanía y, claro es, impulso y difusión para cuanto pueda quedar escrito sobre personas y tierras jiennenses.
Aventura un tanto solemne en un periodo que, parafraseando a Eliot, transita entre el esperado sol de las primaveras y los barrizales de una tierra sin cultivar, a quien, en ocasiones, aludía Caballero Venzalá. Más sensible a San Juan de la Cruz que al pensamiento del autor de “La tierra desolada”, a quien, en todo caso, lo acercaba su vertiente de poeta aún no reconocido de modo suficiente. Con todo, en don Manuel, sensible al razonamiento del licenciado en Derecho, dominaba el vocacional sacerdote de aliento místico, pero también el poeta, cuya observación transita tan ajena a cualquier sensación de fasto, como cercana a esas pequeñas cosas, contempladas por el sensible estudioso que, de pronto, avivan y ensanchan su horizonte. Tal sucedió con este marteño enjuto y avisado de mirada el día que, en la Biblioteca General de la Universidad de Granada, encontró la ficha de Alonso de Bonilla: “Una vieja obra encuadernada en amarillento pergamino e impresa en Baeza, venía a sembrar en mí una acuciante curiosidad por conocer lo que, tiempos atrás, se hubiese escrito y publicado en esta entrañable tierra nuestra”.
Como acontece con algunos poemas de Kavafis, dos en particular, así lo tengo para mí, Don Manuel contempla la historia desde su sensibilidad de poeta, pero también desde la precisión del latinista y el esteta que, durante años, impartió Historia del Arte en el Seminario Conciliar de Jaén. No, no fue ese ácido recién llegado menesteroso de razón e indigente de mirada. Comprende que las gallardías intelectuales del momento son poco asumibles, e instalado en su atalaya, percibe que el paradigma siguiente no ha de estar en observar las vertientes de una vanguardia desmallada y confusa. Como Umberto Eco, observa que la solución puede encontrarse en cualquier biblioteca perdida y decide leer hacia atrás hasta hallar su vía investigadora vertebrada en su “Diccionario Bio-Bibliográfico del Santo Reino”, cuyo primer volumen vio la luz en 1979 editado por el Instituto de Estudios Giennenses al amparo de la Diputación Provincial de Jaén. A mi ver, : germen vivificador, de esta biblioteca dispuesta en el corazón de la ciudad para el acercamiento a los escritores jiennenses.