Ava. Siempre Ava

17 dic 2022 / 16:00 H.
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Mi adoración por la Gran Vía madrileña tiene un peculiar punto de inflexión. Si al maestro Berlanga se le relacionó con aquella famosa escena censurada en la que, dicen, pretendía hacer un plano general para dejarnos ver a unos obispos saliendo de Pasapoga, mis ojos recorren en cámara lenta la entrada y los alrededores de Chicote con la ensoñadora idea de que Ava aparecerá por la puerta envuelta en ese glamour suyo destilando tequila, jerez o bourbon.

Ava Lavinia Gardner, la estrella hollywoodiense que aparcó Los Ángeles para desparramarse, en todas y cada una de las acepciones del término en el Madrid de los cincuenta, esa ciudad “que nunca dormía”, cumpliría en unos días, en Nochebuena, cien años. Precisamente cuando era yo quien nacía en aquel último tercio de la década, Ava estaba, sin duda, celebrando “la” noche como expresión de ese carácter suyo que trajo “a mal traer” a míster Sinatra, Luis Miguel Dominguín y una larga lista de espontáneos que se dejaban querer en el fulgor de la fiesta.

Ava se enamoró de aquella España desde que la Costa Brava fue el escenario en el que rodó “Pandora y el holandés errante” y vislumbró ciertas libertades que, posiblemente, no se podía tomar en su país y que, además, les eran cercenadas a los españoles y, en especial, a las españolas del momento. Las madrugadas de Ava eran el comienzo de la aventura diaria, el frenesí mojado en alcohol, la luz que deslumbraba sin que farola alguna le hiciera sombra. Cuentan y no acaban de su incansable afición a cualesquiera placeres se le antojaran. John Huston y Nicholas Ray recordaban farras de casi tres días con sus noches en los tiempos de “55 días en Pekín” en las que Ava podía acabar con las reservas alcohólicas de mil y un locales, pero seguir resplandeciente y atractivamente lúcida.

Nos dejó visiones inolvidables encarnando directamente a Venus (Venus era mujer); a la bailarina española, María Vargas (La Condesa descalza); la Eloise Kelly de Mogambo; aquella reina Ginebra de “Los caballeros del rey Arturo”; la baronesa rusa Natalia Ivanoff de la ya mencionada “55 días en Pekín”; la dueña del colorista hotel de Puerto Vallarta, Maxine Faulk (La noche de la Iguana); la cantarina “star” del barco-teatro del Mississippi, Julie LaVerne, una mestiza que esconde sus orígenes en “Magnolia”; el gran amor del moribundo Gregory Peck, Cynthia Green, (Las nieves del Kilimanjaro); la borrachina viuda Moira Davidson esperando el apocalipsis nuclear en “La hora final”; Remy, la altiva y malcriada esposa de Heston (Terremoto) o la Agripina de la televisiva “Anno Domini” mientras proclamaba que “he debido ver más amaneceres que cualquier otra actriz de la historia de Hollywood” y todo ello con el aura de mujer fatal, objeto de deseo, reclamo amoroso, exuberantemente alejada de los papeles de mujer esforzada, madre o esposa abnegada. Lo suyo era distinto y entrelazado con ese carácter indómito del que hacía gala. Sus papeles nos la acercaban en esa dimensión sexual, ensoñadoramente erótica, con la que llenaba todos y cada uno de los planos en los que nos la devolvía la pantalla.

Ahora que cumple su primer siglo en el imaginario de quienes la tenemos en el cinemascope del recuerdo, ella será siempre Ava. Sin apellido. Su imagen sigue y seguirá viva ahí, en nuestra neurona cinéfila.

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