Asunto nuestro
Sé y me temo que están ustedes de fiesta. Si cierro los ojos y abro la mirada, como escribió cierto poeta jaenés, puedo adivinar una cartografía metálica desbordada de ruido y ráfagas lumínicas, las sirenas de los cacharritos y los gritos del vértigo en los vaivenes cuyo escalofrío nunca me atreví a probar de ciertas atracciones. Podría hablarles del olor del algodón de azúcar que entraba directamente al paladar por las parótidas, las botas de agua que estrenaba en los charcos de La Vestida o las goteras del circo de Manolita Chen con sus musas pegadas sobre el óxido, piel de niñez quebrantada en las diabluras imaginarias que escondían sus telones. Presumiría de la tolerancia con que la ropa acogía la mugre de la feria y el tufo a alcohol propio y ajeno que iba cayendo involuntariamente de esos vasos alzados por la felicidad de unos años que pronto habilitaron mi eterna condición de forastero. Trinchera para los dandis, Jaén se nos ponía quimera de excesos que luego no lo eran tanto, desvanecida como princesas desahuciadas de los cuentos que nunca alcanzaron la condescendencia de un hada madrina y cuyo premio pasaba por gastar el pequeño botín del Hípico en la pista de los coches locos o en la andanada de la corrida de turno, haciendo hora para la noche caníbal.
Por octubre, San Lucas. Pero no la que celebra al evangelista sino al condestable asesinado por una conspiración de nobles posiblemente encabezada por el marqués de Villena, en represalia por su connivencia con los judíos. Por San Lucas, otoño, la onomástica de uno de mis mejores amigos de la infancia. Éramos chicos raros, decían. Virtuoso él al piano desde pequeño y empeñado en las clases de alemán, frisando los dieciséis pasábamos horas agotando los vinilos de sus padres, Loles y Antonio, ojeando tratados de arte que había en su casa, germen de largas y sesudas conversaciones acerca del sentido de la vanguardia. Pasábamos de los Beatles a Tchaikovski, De Chopin a Radio Futura, o al vinilo con versiones musicadas en diferentes idiomas del Poeta en Nueva York de Federico, cuyo Pequeño vals vienés dirime ya su cielo en la garganta negra de Leonard Cohen. Como un huerto ofrecido, degustábamos las delicias de Chaplin y fuimos prevenidos de la superficialidad posmoderna en las aventuras del sereno y misterioso Sr. Houlot, diseñado por Jacques Tati en 1958.
No sé si era una impostura renunciar a lo que estaba escrito en la ciudad para sus días grandes o era hambre de otros alimentos para una edad demasiado dirigida en la causa de provincias. Ahora miro con cierta distancia aquella rutina que iba de la feria a los Santos y de los Reyes a la madrugá del Abuelo, mientras en el “asunto nuestro” —con el que nos puso a cavilar el poema de Julio Enrique Miranda— la cosa ha ido como el tipo del vaso y la bolita que fingía apostado junto al turronero, esperando la visita del ingenuo apostador. No hay quien mueva de sitio la manteca de su parasitismo político, su gangrena emocional y humanitaria revestida de un rancio victimismo, servil con la necedad de sus perennes patrocinios e implacable con quienes amaron a nuestra muy noble y muy leal descreídos de estos y otros tantos interruptus festivos que tratan de dar por amortizado su paulatino desmantelamiento civil y cultural, excesivamente recauchutado con desfiles, cornetas y besatrapos que han acabado espantando hasta a aquel alegre perrito piloto cuyo abrazo perdimos alguna vez arrugando un boleto ganador frente a las tómbolas de su merecimiento.