Ante una antigua mandíbula

19 ene 2017 / 12:37 H.

Ante una antigua mandíbula, en el Museo de Historia, me doy cuenta de nuestra precariedad y de cómo la aspiración a permanecer es una absoluta mentira, igual que la felicidad. Uno piensa que ha visto demasiado, que ya tiene experiencia de sobra, o que viene de vuelta, cuando lo que de verdad posee es un ego inflado hasta la insania, y una nula capacidad autocrítica. Pero este sistema nos configura así, más pendientes de las tonterías virales que circulan por la red, o noticias banales, que de los problemas laborales y la pérdida de derechos. Tampoco vamos a estar siendo los más reivindicativos, con el pañuelo sahariano siempre enroscado, como si no pudiéramos divertirnos. También hay un huequito para el recreo. Se trata de adquirir conciencia mínimamente de lo que —nos— ocurre, y eso es lo que sucede, que nos encontramos absolutamente desnudos, como el Emperador en el cuento de Hans Christian Andersen, con su nuevo traje. Sin embargo, nadie se atreve a decirlo. También, por otra parte, me ha impresionado Meryl Streep por sus duras declaraciones sobre el presidente electo Donald Trump, y más aún me ha gustado su magnífica actuación en una película que ilustra perfectamente el problema al que aludo: Florence Foster Jenkins (2016), del inglés Stephen Frears, recién estrenada, retrata a la perfección la impunidad de este mundo capitalista sin escrúpulos, y cómo todo se reviste de falsas sensiblerías, artificiosos sentimientos, y vanas pompas. Una crítica cómica y ácida de las contradicciones caprichosas del dinero. Cómo un puñado de billetes vuelve las acritudes, dulces, y las malas caras, simpatía. Ya hace casi diez años que comenzó la crisis, y el sistema es así, con sus ciclos de vacas gordas y flacas. Desde que estalló la burbuja inmobiliaria y financiera, los que han perdido poder adquisitivo y calidad de vida no han sido las grandes fortunas que, antes bien, han acumulado más ganancias. Los trabajadores y clases medias han visto mermadas sus expectativas de manera alarmante. Además, la sensación hegemónica que impone el pensamiento dominante sobre lo que es y lo que no es, no deja resquicios para alguna duda. Eso es lo malo, claro. Incluso peor. Porque a la vista de las circunstancias no hay margen para cambiar las cosas, y la deriva especulativa irá por donde tenga que ir sin forma de frenarla. Se ha impuesto el “nada podemos hacer”. De este modo, el sujeto cotidiano no alcanzará nunca a articular un método para salir del bucle donde se ha metido, y sus escasas manifestaciones o protestas no serán más que calderilla, cínicamente hablando, frente al poder de esos privilegiados millonarios que controlan todo. Una de las claves del pensamiento moderno y contemporáneo, la condición humana, nos ha instalado en una serie de planteamientos inapelables que, en buena lógica, son una construcción interesada, falaz y, si me apuran, hasta absurda. Sin embargo, nadie se atreve a decirlo y, si lo dice, corre el riesgo de ser considerado como loco. Frente a los que menospreciaron la Historia y quisieron acabar con los grandes relatos, hay que escribir los detalles, pararse a pensar lo que se nos dice. Queda el sentido de la justicia. No digo que no haya maldad en el mundo, que hay de sobra. Pero aunque sea complicado, queda nuestra capacidad —y voluntad— para entendernos. Con eso es más que suficiente.