Anécdotas (y IV)

    29 ago 2022 / 16:00 H.
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    Démosle a las anécdotas un último espacio. Los habituales de esta página recordarán que hablamos una vez de una carta de Kafka a Felice en la que el escritor de Praga hablaba de ciertas noticias periodísticas que parecen dirigirse directamente a uno. Se trata de noticias que, aunque a otros pueden resultar prescindibles, a nosotros nos interpelan personalmente por algún motivo. Algo parecido puede decirse de las anécdotas. Las que nos parecen especiales están relacionadas con íntimos intereses y las mejores son aquellas que ni siquiera podemos determinar por qué nos resultan tan interesantes. Hago memoria y selecciono algunas de este tipo. He destacado alguna vez la facilidad con que nos acostumbramos a lo asombroso siempre que se instale entre nosotros y perdure. La realidad o la propia vida son un ejemplo. Quizá por eso me llamen la atención anécdotas referidas a los orígenes de algo que hoy nos resulta cotidiano. En el libro de Timothy Day Un siglo de música grabada se cuenta que Hans von Bülow grabó en el laboratorio de Edison una mazurka de Chopin y casi se desmayó al escucharse. Se trata de una de las primeras grabaciones de música clásica, y no ha llegado hasta nosotros. Sí lo han hecho, sin embargo, grabaciones del tenor italiano Caruso. Una de ellas dio lugar a una anécdota que refleja la diferencia cultural existente entonces entre Inglaterra y los pueblos meridionales. En una demostración del gramófono para unas señoras en un salón de Mayfair, se reprodujo “Vesti la giubba”, con su sollozo tan emotivo. Tras el final, se hizo un silencio, hasta que una vieja dama levantó la vista de su ganchillo y dijo: “Me parece que este hombre estaba bastante histérico”.

    Vayamos ahora al viejo mundo francés. Cuenta Tallemant de Reaux en sus Historiettes que un cortesano al que no le gustaba comprometerse, cuando alguien le preguntaba la hora, mostraba su reloj. En la especialista de los salones parisinos Benedetta Craveri leemos una anécdota contada por madame de Genlis. Madame Necker montó el último gran salón del Antiguo Régimen, adjudicándose el único día que había quedado libre en el calendario mundano de París: el viernes. Estaba decidida a lanzar la carrera de su marido, el famoso banquero suizo, y para ello se preparó a conciencia. Guapa y culta, le faltaba sin embargo espontaneidad. Tanto, que el caballero de Chastellux, una vez que llegó pronto a una recepción, encontró bajo un sillón un cuadernillo con anotaciones sobre lo que la señora debía decir a los invitados, incluido al propio descubridor de los apuntes, quien lo devolvió al sitio donde lo encontró. Un criado vino a buscarlo y se lo llevó. Durante la comida, el caballero de Chastellux disfrutó oyendo a Madame Necker repetir, palabra por palabra, todo lo que estaba escrito en el cuaderno.

    Ahora, dos muertes con carácter de anécdota, sacadas de Valerio Máximo. Esquilo, considerado el padre del género trágico, salió fuera de su ciudad siciliana y se sentó a tomar el sol. Un águila que llevaba una tortuga voló sobre su calva y quedó deslumbrada por el reflejo. Tomándola por una piedra, estrelló contra ella la tortuga para poder comerse su carne. Por su parte, Homero habría muerto afligido de dolor por no poder resolver una cuestión que le plantearon unos pescadores. Por supuesto, y como constatamos en el artículo anterior, no podemos fiarnos mucho de las anécdotas. Su gracia no estriba en su verdad. Podemos terminar con una anécdota sobre una anécdota para ilustrar esto. Cuenta Pío Baroja en sus memorias que una vez leyó en una revista una historia en la que aparecían Rusiñol, Unamuno y él. Rusiñol habría convidado a comer a los otros dos, de modo que el primero pagaría la comida y Unamuno y Baroja las propinas. Este escribe: “Respecto a esa anécdota, no tengo que decir más sino que no he comido, ni una sola vez siquiera, ni con Rusiñol ni con Unamuno”. Y añade: “Además, no hubiera aceptado una proposición de un banquete así, en esas condiciones económicas.” A Baroja le molestaba que si se invitaba, no se invitara a todo, café o propina incluidos. Y así se acaba el verano y, con él, las anécdotas.

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