Anécdotas III

    01 ago 2022 / 16:00 H.
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    Seguimos con el verano y, por tanto, con las anécdotas, asunto de apariencia ligera pero que, como hemos visto en los dos artículos anteriores, apuntan hacia lo profundo. Si alguien sabe de apariencias y profundidades, es el filósofo. Del primero de ellos, Tales de Mileto, nos cuenta Diógenes Laercio que se habría caído en un hoyo por mirar los cuerpos celestes. Es la estampa del sabio despistado, que no concuerda con aquella otra, contada en el mismo lugar, según la cual, para mostrar la facilidad con que podía enriquecerse, sabiendo que iba a haber pronto gran cosecha de aceite, Tales tomó en arriendo muchos olivares y ganó mucho dinero. Como los refranes, hay anécdotas que se contradicen. Y otras que se repiten. Se cuenta que Voltaire elogiaba al médico Haller y que alguien le dijo: “Pues él no dice lo mismo de vos”, a lo que Voltaire respondió: “Quizá los dos nos equivoquemos”. Curiosamente, la misma anécdota se cuenta de Benavente y Valle-Inclán, el primero en el papel del francés. Pero lo sorprendente es que he encontrado en el libro del siglo XVI Sobremesa y alivio de caminantes, de Juan de Timoneda, un cuentecillo protagonizado por un tejedor y un sastre. Al ser el tejedor preguntado por una señora por qué hablaba bien del sastre hablando este tan mal de él, el tejedor contestó: “Señora, porque mintamos los dos”.

    Cuenta Luis Carandell que un grupo de diputados folloneros fue llamado “los jabalíes”, debido a una intervención de Ortega y Gasset, quien en las Cortes de 1931 dijo: “No hemos venido aquí para hacer el payaso, el tenor ni el jabalí”. Esos diputados escandalosos se presentaron un día a Unamuno, también diputado, diciéndole: “Habrá oído hablar de nosotros: somos los jabalíes”. Unamuno les dijo: “Imposible. Los jabalíes van siempre solos o en pareja. Los que sí van en piara son los cerdos”. Hay una famosa anécdota protagonizada por dos grandes filósofos del siglo XX. Ocurrió en octubre de 1946, en Cambridge. La historia, pese a la cantidad de testigos, todavía no está clara. Popper había sido invitado a presentar una comunicación sobre algún “malentendido filosófico”. En esa formulación vio la mano de Wittgenstein, que según Popper negaba la existencia de genuinos problemas filosóficos, reduciéndolos a malentendidos lingüísticos. Así que, fiel a su pensamiento de que una conferencia debe desafiar al auditorio, Popper tituló su comunicación “¿Existen los problemas filosóficos?”. En un momento fue leyendo una lista de ellos, mientras Wittgenstein los rechazaba como problemas lógicos o matemáticos. Al llegar a los problemas morales y la validez de las reglas morales, Wittgenstein, “que estaba sentado junto al fuego y había estado jugueteando nerviosamente con el atizador, que a veces usaba como batuta de director para recalcar sus afirmaciones, me desafió: “¡ponga un ejemplo de una regla moral!”, y yo repliqué: “no amenazar con atizadores a los profesores visitantes””. Wittgenstein, rabioso, tiró el atizador y abandonó la habitación dando un portazo. Esta es la versión que puede leerse en la autobiografía intelectual del propio Popper, titulada Búsqueda sin término. Sin embargo, en la biografía de Wittgenstein de Ray Monk se califica de cuento tal versión. Sea como fuere, parece una burda exageración lo que se llegó a decir, que ambos filósofos habían llegado a las manos, armados los dos con atizadores. Lo que sí tiene esta anécdota es un carácter simbólico de enfrentamiento de dos influyentes visiones de la filosofía, por lo que sirvió de pretexto a un libro de divulgación biográfica y filosófica titulado precisamente El atizador de Wittgenstein. Sin salirnos de Cambridge y de la filosofía, acabemos con el profesor Broad, quien preparaba las clases por escrito. Cada frase la leía dos veces. Para hacer más amena la sesión, intercalaba algunos chistes, también escritos previamente, y que leía, no dos, sino tres veces. Según cuenta uno de sus alumnos, ésta era la única manera de distinguirlos.

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