Al oeste del Edén
El poeta Carlos Sahagún dejó unos versos memorables que decían: “Todo era claro y mañanero/ es decir, todo era mentira, puro engaño”. Al hilo de esto resulta sobrecogedor el modo en que ha acabado fulminada en apenas dos días la carrera política de uno de los políticos llamados a tomar el timonel de la socialdemocracia española. Tal como su ascenso, meteórico y oportunísimo, una vez que los poderes que mueven los hilos de eso que llaman ahora el relato consiguieron sanear por tierra, mar y aire el fondo y la forma de ese bloque parlamentario que se puso vacilón con los viejos vicios de la vida parlamentaria, teatros cuya deliberación pasaba por escrutar en manos de qué capital familiar se iban desvalijando, votación tras votación, los grandes servicios públicos, desde las telecos a la red ferroviaria o los conciertos con la enseñanza obligatoria y universitaria, en cuyos charcos, por cierto, hay un juez investigando los azares de Begoña Gómez, azuzando esa guerra de consortes a que nos empujan ahora en la barra de las fondas tranquilas donde la única mano ganadora es la que lleva al centro de la mesa el seis doble.
Insinúa Errejón en su misiva que la culpa de los presuntos abusos que lo han puesto en la palestra es de los rigores de la vida institucional, del vidón que lo tentó a comerse aquella manzana liberal que el áspid del más y más puso también en el camino de su personaje, ojo. Los poderes, en efecto, sobre todo aquellos que construyen la realidad que vivimos con las palabras e imágenes que forman nuestro pensamiento, saben cómo revertir el exceso dialéctico de nuestra sensibilidad ante la barbarie. Sí: nos invitan a subir a sus limusinas para que te sientas uno de los suyos. No hombre: no te creas eso de las oligarquías mediáticas que dictan, como los antiguos maestros, la hora del punto seguido, el aparte o el final, que tienen capacidad para llenar o vaciar auditorios a según qué poetas, callar o exhibir algunas fotos vergonzantes de las más altas figuras del Estado, polarizar a la sociedad en pleno duelo tras los peores atentados de la historia de aquel país que preguntaba en las calles “¡quién ha sido?”, mientras echaban humo los cálculos electorales en las sedes del silencio. Que esos poderes no se enjuagaban en los despachos de la vergüenza con el negocio de las mascarillas, mientras personas como la madre del que suscribe se rompían las manos cosiendo con fieltro de contrabando decenas del preciado atuendo para los sanitarios cuando la pandemia contaba por cientos sus cadáveres. Que no son ellos quienes eligen a quién escucharán los adolescentes en sus auriculares, ni dirimen qué idiota tendrá más seguidores en esas aplicaciones digitales que sortean no treinta sino un millón de monedas de plata por votar al candidato favorito del gran casino de los datos. Que solo están ahí para poner tus ensayos en la mesa de los más vendidos, deslizar la aceituna sobre el cóctel helado de la noche guapa y decirte que disfrutes de la fiesta como sabemos hacerlo los machotes de la casta.
Esos poderes son los mismos que pusieron un taxi para casa a la chusma que te acompañaba. Pero eran otros tiempos y la tragedia de hoy como la de siempre es que —así lo escribió Federico—“debajo de las multiplicaciones hay una gota de sangre de pato” y todos tenemos un precio. Y eso lo saben los poderes: el problema no es que te corrompan, ciudadano Íñigo, es que un día claro y mañanero de octubre te arrancan de repente la careta del papel que te asignaron en la película y todo suma en el ruido del zarpazo, menos la esperanza.