A vueltas con el infinito

07 mar 2025 / 08:57 H.
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Hace unas pocas noches, bajo la tenue rutina de ese apagamiento diario que sucede tras la cena, nos aplicamos en el azar de los títulos una película en la que un reo era conducido al patíbulo donde pocos minutos después iba a ser vilmente fusilado a manos de un cruento ejército invasor. Justo en el momento en que el capitán ejercía su orden al pelotón para que este le sacudiera con la ráfaga mortal, el protagonista cerró los ojos y advirtió en el discreto telón de sus párpados el recuerdo de aquellos seres que había ido perdiendo a lo largo de su padecimiento como sujeto de aquellos convulsos treinta que, al parecer, estamos empeñados en repetir, visto el enjambre de sinvergüenzas en que unos y otros vamos confiando la partida del casino y la fortuna de nuestro tablero.

Por un lado, el contorsionismo semántico con que el Partido Socialista se intenta mantener en el alambre electoral y, por otra, la derecha trumpiana que hoy, con tal de desgastar el crédito de los valores humanos que aún sobreviven en la conciencia de las bellas personas que se cruzan con nosotros en la cola del supermercado, volvería a regalar sin despeinarse los Sudetes a los soñadores de nuevos Adolfos del siglo XXI, a pesar de las terribles consecuencias que bajo cualquier maniqueísmo naif sobre el conflicto podría tener sobre la estabilidad civil del territorio europeo y de la paz, tal y como la tenemos concebida desde la Declaración Universal de Derechos Humanos adoptada por la Asamblea General de la ONU, en 1948.

Hubo un tiempo en que yo le tenía mucho miedo a la muerte. Me aterrorizaba especialmente esa soledad que rodea a los grandes mártires de la Historia y que, a pesar de la insoportable nocturnidad que rodeó a sus muertes, lograron mantenerse impasibles ante el severo castigo que estaban a punto de recibir y que hubiera bastado con el pronunciamiento de rendición que, por ejemplo, la Casa Blanca buscaba en Zelenski el pasado viernes para que Putin dispusiese —como ya lo hace de facto ante el calculado titubeo norteamericano— de mejores cartas, por seguir el lenguaje trilero de la cínica encerrona, con que acabar poniendo a Europa contra las cuerdas del prestigio intelectual y económico que ha ido construyendo en el mundo tras la reunificación de Maastricht.

En realidad, ese miedo a ser violentado es un pánico humano al “despertar vacío” que el poeta Ferrer Lerín tiene por ahí escrito en uno de sus memorables poemas. Y nunca desaparece, aunque, conforme vamos entrando en edades ya desprovistas de la red que protege a la juventud de sus acechos existenciales, lo cierto es que encuentro cierto consuelo en fabular con la idea de que hay personas que al otro lado de ese alba infinita de Aute, vendrían a recogerme a la cruda estación con el gran resplandor que dejaron intacto en su partida. No sé si con la serenidad cinematográfica que ejemplificaba la víctima, pero tengo la convicción de que me espera una sobremesa con el poeta Diego Jesús Jiménez, escucharle “saltar sobre su sombra”, a vueltas con el grave problema estético de esa ética artística mal vinculada al pensamiento revolucionario desde el sometimiento y la encarnadura del lenguaje a la realidad y no al contrario, esto es, que sean lenguaje y vida quienes espoleen la conciencia en lo desconocido y subversivo. Daría un paso al frente para recibir la “comunión del genio” que el poeta Eugenio Castro, solemne, se puso a repartir durante la presentación de su Elocuencia de lo sepulto, aquella tarde en Madrid cuya acuarela fulminó la lluvia y en la que vi perderse entre el gentío de Sol por última vez a Guadalupe Grande. Sé que con ella hay un paseo reservado bajo la estrella de los teléfonos. Y una última película de cine negro con mi abuelo Rafael o una tanda de penaltis en las praderas de La Mella con mi otro abuelo Pedro. Inútil osadía la de pretender en el extremo instante premio alguno a nuestra difícil militancia o el abrazo furtivo en esta insoportable orfandad de pensamiento. Y de poesía. De buena poesía.



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