A Segura lo llevan preso (II)
Al inicio del verano de 1566, el rey Felipe II había ordenado el encarcelamiento de su amigo Luis Zapata. El viaje desde Llerena a Segura, escoltado y vigilado por sus guardianes fue largo y pesado. Más de una semana de camino, recorriendo Andalucía de punta a punta en pleno mes de junio, hasta llegar a ver desde lejos, una vez superadas las cumbres de Beas, la inexpugnable fortaleza que el rey había elegido como cárcel. La noticia corrió velozmente por los contornos extremeños y en los ambientes de la corte. “A Segura lo llevan preso”, comentaban los que conocían el asunto a su paso por las distintas villas, ventas y aldeas, recreándose en el juego de palabras que la frase brindaba y que pervive en nuestros días. En Beas de Segura, villa sede también de Encomienda, habrían realizado la última parada, y desde allí, partirían hacia Segura que es “el primero pueblo que está en la parte de oriente respecto de esta villa de Beas de Segura, porque está en la propia línea donde sale el sol, e hay cuatro leguas comunes desde esta villa de Beas de Segura a la dicha villa de Segura de la Sierra, y es el camino real y derecho”.
El castillo, “como el nido del águila en la empinada roca”, se elevaba sobre una montaña erguida y escarolada por tres órdenes de murallas que protegían tanto la fortaleza como la villa. Parecía que nunca acabaría tan inclinada cuesta hasta que, por fin, se vio recluido en una de las torres de aquella rocosa y elevada cárcel militar. Aquel verano de 1566 lo pasó nuestro amigo encerrado en el castillo, y desde sus torres y almenas repararía en aquellos paisajes diferentes, bastante diferentes a los de su amada tierra natal, Llerena. “Lugar noblicísimo, cabeza de la provincia de León en Extremadura, situado en las raíces de Sierra Morena, felice de sitio, fértil de suelo, sano de cielo, soberbio de casas, agradable de calles, abundante de hermosas, lleno de caballeros y de letrados; y de tan raros ingenios que apenas necio podría hallarse uno.” ¡Casi nada! Las abruptas sierras segureñas de picos elevados y profundos valles, pobladas de pinos salgareños y bosques de acebos, robles y encinares contrastaban con la llanura llenerense de roja barbechana y extensos huertos y sembrados. Pero había algo en Segura de la Sierra que le cautivaba aun estando él cautivo de otras causas. Además del soberbio paisaje, coronado por el Yelmo —el pico elevado y majestuoso que se aparecía cada mañana con su desnudez plateada—, la temperatura agradable, el aire limpio, y las noches estrelladas le producían una sosegada sensación de paz y tranquilidad. Y la soledad no formaba parte de sus miedos. Tras su carácter expansivo se ocultaba una inclinación marcada hacia la meditación sin la que, por otro lado, difícilmente podría haber llegado a escribir lo que escribió. Sabía además que le esperaban tiempos de reflexión en los que repasar y recapacitar sobre la vida. Él, que en repetidas ocasiones había citado a Jorge Manrique alabando los versos de las coplas a la muerte de su padre, comprendía que fuese allí el lugar donde el poeta nació y creció. Pocos sitios había visto que invitasen tanto a la inspiración. “Los placeres y dulzores de esta vida trabajada que tenemos, no son sino corredores; y la muerte, la celada en que caemos: No mirando a nuestro daño, corremos a rienda suelta sin parar; de que vemos el engaño y queremos dar la vuelta, no hay lugar.”