A fuego lento
Todavía sobre las cenizas de los barrios, el murmullo humeante de los melenchones y los bailes agitan el vermú del aire. Los demonios quemados sobre el signo de la noche y las lenguas furtivas que ascendieron de las hogueras purifican el joven corazón de enero, arrancado felizmente de la lluvia. La fiesta de las lumbres tiene un encanto misterioso. Como toda liturgia en que las tribus y los pueblos procuran la sanación de sus tribulaciones a través del fuego. Canto rural que prende su cansancio con el ramón de la cosecha. José Montané le puso la carrera al profano sacramento de quemar nuestra vergüenza hecha vestigio en el son de la tierra y su inmutable oscuridad civil. Como pensaba Ezra Pound, la poesía es el canto que emerge en las ruinas de la tribu. Y la noche de San Antón pellizca allí donde el poema pide cuarto y mitad en la conciencia, porque todo fuego es germen de ruina y, por tanto, de belleza purificadora.
Esa noche mi padre rompía la sinalefa de las rutinas y con buen abrigo enfilábamos juntos las calles para hacerme partícipe de una ciudad inédita. Asistía con asombro al esfuerzo de los atletas con sus exóticas indumentarias y zancadas cuyos estilos hubiera hecho míos, años más tarde, cuando he sido corredor, alguna que otra vez furtivo, de este evento tan frío, febril, jaenero.
Pero la vida se ha vuelto extraña de repente y demasiado hostil para los románticos. Todo acontece con demasiado frenesí y nos embauca en el speed de las pantallas, dejando fuera a quien no se conduzca por ese nuevo orden de control que se nos ha revelado desde que sabemos en manos de quién hemos confiado de manera gratuita nuestros datos y en parte las llaves de nuestra libertad. En apenas quince minutos se pueden inscribir más de diez mil corredores hasta agotar el cupo o te quedas sin sitio en la taberna de siempre porque no reservaste en la tecla adecuada del robot que lo gestiona.
Uno tiene que estar alerta para no meter la pata y reír en según qué tertulia si quien preguntó en su programa a la famosa de turno por la última vez que mantuvo relaciones lo hizo con guasa de izquierdas o de derechas, en lo de Motos o lo de Broncano, mientras la gente sigue dejando de leer. Así está el nivel. Nunca pensábamos que la nueva morfina iba a llegar a nuestros sentidos a través de un simple teléfono. Y así de fácil, a fuego lento, han conseguido secuestrar nuestra voluntad. Como el granjero que saca el pienso a un rebaño al que ya lo único que le importa es el pienso y no la mano de quien lo acerca sibilinamente a sus hocicos.
Toca resistir a la indolencia con que asistiremos a otra de las etapas más vergonzosas del ser humano: la de volver a legislar la impunidad de la que nunca terminó de gozar el mal desde lo de Auschwitz o Siberia. El algoritmo dejó de mostrarnos los cuerpos mutilados de los niños de Gaza. No sabemos si también el horror de las deportaciones masivas, de cuyos arrestos, ha anunciado el nuevo inquilino de la Casa Blanca, no se librarán “ni escuelas, ni iglesias, ni hospitales”, mientras quienes saquearon violentamente la sede de la soberanía democrática norteamericana, alcanzarán la misericordia de los dioses encumbrados por la misma democracia que pretendieron sabotear aquella tarde de enero.
Nos queda la esperanza de que algún día la tribu levantará la cabeza del celular e irá a la casa de sus poetas a pedir de nuevo el aire, la palabra, el agua, el fuego y el tiempo. Sobre todo, el tiempo, mientras llegan los viejos atletas, las sirenas, las antorchas, el confeti, desde el fondo de la calle que unos y otros un día soñamos construir en paz.