La calma que solo altera el extraño

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30 abr 2020 / 16:26 H.
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El mediodía de este 21 de abril de 2020, a treintaisiete días y dieciséis horas del estado de alarma, el valle que sube cerrándose desde el río Hornos hacia Valdemarín es apenas visible. Una nube fibrosa cargada de aguacero se encapota sobre los barrancos y no aconseja la visita. Probabilidad de lluvia: 67 %. En menos de diez minutos nos plantamos en Valdemarín Alto, una aldea orcereña en la que viven once personas: la mitad, mayor de 65 años; la otra mitad, tres adultos de entre 40 y 50 años y un niño y una niña: Jesús y Vega, que dibujan, frente a la chimenea, un mundo más real que el nuestro.

Humanidad es contacto. Nada habría sido posible en la historia de la especie humana sin el contacto, pero la historia nos advierte de que el contacto puede poner en peligro a la humanidad. Pero este no es el caso: diez vecinos en una aldea como esta, rodeada de montes y huertos cargados de oxígeno limpio, lejos de los núcleos urbanos, pueden vivir y convivir con toda tranquilidad, a no ser que, como ocurrió el jueves 16 de abril, en plena alarma, se presente un señor, de más allá de Jaén, propietario de una vivienda y unos pocos olivos en esta aldea. Un señor que hace tiempo ponía cepos en los arriates a cuatro metros de donde viven los niños. Esto puede parecer una broma de quien escribe, pero el guarda tiene las pruebas. Ahora, la Guardia Civil considera que la propiedad de los olivos lo exime de ser denunciado. Por lo tanto, desde lo tangible de unos cepos macabros como desde el inconsciente colectivo, surge el miedo natural al otro, el miedo natural que trae la muerte, si se está tanto protegido como excesivamente protegido.

Carmen, mayor de 65 años y visiblemente sobrecogida por la situación de confinamiento, cuenta: “El día que vieron a decirnos que no podíamos salir, yo lo vi muy bien, pero no nos trajeron mascarillas. El alcalde envió al maestro de obras por si necesitábamos algo, y eso me parece bien, pero nos deberían haber traído mascarillas, porque, si me pongo mala, no puedo salir sin mascarilla. ¿Por qué? Porque no tengo (...) Por lo menos, digo yo, una por familia, porque todos no nos vamos a poner malos al mismo tiempo, y si nos ponemos malos, no van a dejar salir nada más que al que va malo, con una tenemos bastante. Aquí estamos diez vecinos, más uno que se presentó el miércoles pasado. A mí no me interesa. Vinieron la Guardia Civil y el municipal y lo dejaron quedarse, suponemos que verían que venía correcto, cuando a los demás no nos dejan salir de aquí (...) Yo soy una persona como las demás, y si aquí puede venir gente de fuera, pues yo también puedo salir. Yo salgo solamente con mi perro a doscientos metros. Yo lo sabía, pero se lo pregunté al municipal, porque había oído cosillas por fuera y quería que él me lo dijera mejor, porque yo cuando salga no quiero problemas con nadie y que nadie me diga tú a dónde vas. Eso es lo que yo no veo bien, que unos vengan de fuera y nosotros no podamos salir. Yo digo que tiene que haber unas normas y que esas normas tienen que ser para todos. Aquí vivimos en un sitio en el que tenemos la suerte o la desgracia de estar poca gente, pero esa suerte no la hemos tenido porque nos ha venido esto, pero, claro,... pues no queremos a nadie”. Y se ríe, porque sabe que “esto” nos ha pillado a todos “in fraganti”.

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