Desde Jaén
hasta El Carpio

    19 sep 2020 / 18:14 H.
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    Señor director: Estamos ante una efeméride señalada y digna de resaltar: El Centenario del nacimiento de Miguel Delibes. Escritor polifacético que abarcó el periodismo, la novela, el cuento, el ensayo, el teatro... hombre sencillo y franco que estuvo al arribo de la Academia Sueca, pero ahí quedó. En España sí que alcanzó el máximo reconocimiento. Y es que en el extranjero no era muy fácil entender Castilla y lo castellano, aunque a nosotros no nos entrañara dificultad alguna adentrarnos en sus tramas y en sus personajes, pero no en su pensamiento. Detrás de todo esto había una filosofía, transversal a toda su obra, que él expuso admirablemente, en 1973, en el Discurso de ingreso en la Real Academia Española: “El verdadero progresismo no estriba en un desarrollo ilimitado y competitivo, ni en fabricar cada día más cosas, ni en inventar necesidades al hombre, ni en destruir la Naturaleza, ni en sostener a un tercio de la Humanidad en el delirio del despilfarro mientras los otros dos tercios se mueren de hambre, sino en racionalizar la utilización de la técnica, facilitar el acceso de toda la comunidad a lo necesario, revitalizar los valores humanos, hoy en crisis, y establecer las relaciones hombre-naturaleza en un plano de concordia”. Han transcurrido casi cincuenta años desde que pronunciara estas palabras y diez desde su fallecimiento, y no, no son estas ideas el mejor recuerdo que nos queda de Delibes, pero siempre tendremos el deleite de sus libros para comprobar que él tenía razón.

    Con este título he dirigido un correo a varias entidades con fecha 16 de septiembre. En ocasiones, debido a mi carácter impulsivo y vehemente, me expreso inadecuadamente, pero nunca lo hago con ánimo de ofender a nadie, yo no soy perfecto, nada más que un pecador. Pero para un anciano de 84 años es muy duro ver la situación actual de la Iglesia. En mi niñez fui monaguillo, todas las iglesias tenían comulgatorio, dos monaguillos acompañaban al sacerdote al dar la comunión a los fieles de rodillas y en la lengua, un monaguillo con una palmatoria encendida, el otro con una bandeja para impedir que cayese cualquier partícula de la Sagrada Forma. Todos los sacerdotes vestían de sotana y todos los religiosos con su hábito correspondiente, eran signos visibles que manifestaban su carácter de sacerdotes y los fieles percibían signos visibles que les recordaban la existencia de Dios. Tristemente de aquella Iglesia Católica poco queda y te duele que la Divina Eucaristía que es la Vida de la Iglesia y de los católicos, se distribuye como si fuese una galleta. No soy el único, muchos fieles sufren con esta situación. Y muchos sacerdotes que ya tenían que estar jubilados desde hace tiempo, con un esfuerzo sobrehumano siguen activos. El ambiente no es propicio para promover vocaciones sacerdotales y religiosas porque para atender a las necesidades materiales de los fieles no hace falta ser sacerdote. Y ¿Quién va a celebrar el Santo Sacrificio de la Misa y perdonar nuestros pecados?

    He recibido de mi amigo Manolo Cámara, quien fuera secretario general de CC OO en Baleares hasta 1996, un vídeo sobre la represión franquista en Sardina del Norte, Gran Canaria, en septiembre de 1968, con heridos por disparos de la Guardia Civil y condenas de hasta once años de cárcel a trabajadores que incumplieron las leyes de la época, también aplicadas por jueces que habían estudiado Derecho. Entonces, mitad alegre y mitad nada, le he dicho a Manolo lo que él también sabe: Que aquel juicio será anulado, pero no servirá para reparar la injusticia. También le he dicho que, dentro de otro medio siglo y si la naturaleza tampoco consigue derrotarla, seguirá apuntando al cielo, desde un valle de la Sierra madrileña, una cruz que recuerda a la Iglesia Católica bendiciendo los asesinatos cometidos durante la dictadura, aunque los ministros que hoy, por fin, sí se atreven a anular aquellos “juicios”, pretendan que nos creamos el mito de resignificar símbolos de golpistas aliados con nazis que solo ganaron su guerra en España, para después envenenar a generaciones enteras. Aunque solo fuera por respeto a los millones de católicos que jamás habrían sido asesinos franquistas, y por mucho que los obispos sigan apostando a lo que aún hoy pueda rentarles esa cruz, Pedro Sánchez debe destruirla porque, además, no hay ninguna ley que lo impida. De lo contrario, él y sus ministros serán los responsables de que el veneno siga surtiendo su efecto y un día todavía más lejano, y muy extraño, quienes ocupen el gobierno tengan que rearmarse de cinismo para justificar el hecho de que, durante tantas décadas, se consintiera una cruz que tanto ensuciaba un paisaje tan bello.

    Escribí esta misma semana de obras menores en la capital. Ahora quisiera llamar la atención sobre obras mayores que no acaban de arrancar, con la del tranvía. ¿Para cuándo una solución al tramo de autovía hasta El Carpio? ¿Tardarán tantos años en hacerla como demoraron el proyecto del que fue nuevo puente sobre el Salado?

    Cartas de los Lectores
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