Descolocando
al sol

    25 mar 2023 / 09:02 H.
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    Érase una vez un rebaño de ovejas que vivían tan “felices” porque el pastor les facilitaba toda la comida que necesitaban y el resto de cuidados, además de protegerles de peligros como los ataques de lobos. A cambio, este señor, con un cayado amenazante siempre en la mano, dirigía los movimientos de todas ellas, y les ordenaba hasta cuando debían aparearse o estar junto a sus madres. Algunas ovejas se mosqueaban cuando de vez en cuando les desaparecían los corderitos, pero pronto el pastor se ocupaba de entretenerlas y ofrecerles algún incentivo a cambio, para que esta falta se les olvidara pronto. Una de estas ovejas, la más rebelde, intentó convencer a las demás de que su forma de vida debía tener “trampa”, sobre todo desde que veían que el señor del cayado amenazante se apartaba de vez en cuando de ellas para hablar por el móvil, con alguien al que llamaba una y otra vez “amo”. Esta persona, al que ellas no habían visto nunca, le ordenaba siempre al pastor todo lo que debía hacer, mientras que él le agradecía que le facilitara el dinero necesario para correrse fiestas nocturnas mientras los animales dormían en el establo. Un día, después de generarle a sus dueños grandes cantidades de lana, dinero y crías, estos bóvidos vieron como de pronto eran cargados en un camión, donde todo se les hizo oscuro hasta que dieron su
    último aliento en el matadero, mientras su pastor escuchaba
    por el móvil como el amo le gritaba para quejarse de la poca productividad y rentabilidad que decía había obtenido de este grupo de ovejas.

    El problema de las pensiones agita y divide la opinión pública y al mismo Gobierno. Conviene pues aclararlo, recordando sus orígenes y evolución, para comprender mejor su naturaleza. Antes, los ancianos ejercían casi siempre alguna actividad económica, al menos en la artesanía doméstica y cuidado de los niños; su escaso número de su pronta muerte minimizaba también su posible peso económico, asumido por las familias. Pero la industrialización acabó con la artesanía hogareña, y los niños fueron educados en la escuela, con lo que los ancianos perdieron su ocupación tradicional. Por otra parte, la mejora de las condiciones sanitarias multiplicó su número y sus energías: habrían podido permanecer pues más tiempo en plena actividad económica, pero precisamente entonces la sociedad les fue obligando a retirarse, cuando menos lo necesitaban y querían, para dar paso a Otros más jóvenes, que ahora también sobrevivían en mayor número por esas óptimas condiciones sanitarias. Las pensiones actuales son en parte subvenciones que el Estado da a ciertos productores para que no lleven al mercado su fuerza de trabajo y, fundamentalmente, son la devolución que les hace de aquellos capitales que les ha obligado a formar con cuotas extraídas de sus salarios, impuestos... Por tanto, los jubilados son, en general, acreedores a una pensión “completa”, que han ganado con su duro trabajo de por vida, pagándole de sobra por anticipado. No deben pedir, sino exigir lo que no es una caridad, sino la devolución del capital acumulado por su trabajo y “cristalizado” y encarnado en todo lo que hoy es la sociedad: su gente, que han engendrado; su cultura, que han elaborado; sus bienes de producción y de consumo, que han construido y conservado, etcétera. El derecho a una pensión digna alcanza también a aquellos a los que el sistema no ha dado los medios adecuados para acumular para su vejez, o han visto arruinadas las empresas y oficios en que ejercieron su actividad laboral, en sectores en los que se cotizaba poco, o nada, para la jubilación (campesinos, servicio doméstico...). Esas personas no reciben hoy una pensión “regalada”, que no tengan derecho a reclamar. Han trabajado tanto o más que los demás, y la sociedad de consumo se ha construido aprovechando de modo especial su duro y mal remunerado trabajo. Han sido así víctimas de un transformación social, de lo que deben ser indemnizadas. La pobreza actual de muchos pensionistas no es pues fruto de su imprevisión; excepto en casos raros, han trabajado como hormigas. Es pues justo que con los recursos de todos se subvencionen unas pensiones dignas para ellos.

    Último domingo de marzo. Después de una noche fresquita, el sol se acicala aprestándose a templar la península ibérica. Al despuntar sus primeros rayos y ver a tanta gente despierta a tan temprana hora, mira sobresaltado el despertador mientras con el rabillo del ojo atisba el meridiano de Greenwich. No puede reprimir su asombro. ¿Cómo es posible que, una vez más, España haya adelantado su reloj una hora, empecinándose en ir dos horas por delante de lo que debería ser el horario idóneo para el ritmo circadiano? Estas dos horas hacen que escuchemos idéntico número de campanadas en el mismo momento que países de Europa Central como Rumania, Hungría o Polonia, muchísimo más al este; es decir, en el instante que en Madrid amanece o se pone el sol, en Varsovia, con idéntico horario, hace dos horas que esto ocurrió. Se mire como se mire, es absurdo. Examinando el planisferio sería más racional ajustar el reloj peninsular con el del Reino Unido, Portugal o el de nuestras bellísimas Islas Canarias.

    Cartas de los Lectores