La mirada materna

    12 ago 2019 / 10:14 H.

    Hace 74 años, dos refulgentes pájaros de acero (Enola Gay y Bockscar) soltaron sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki sus apocalípticos huevos plateados, custodios del arcano de la fusión del átomo, desatando el mayor armagedón hasta entonces conocido. En cuestión de segundos, un espeluznante, cegador y devastador hongo nuclear anaranjado que se dibujó contra el azul límpido del cielo, evaporó en la zona cero, a temperaturas solo alcanzadas en el interior del sol, la vida de centenares de personas cuyos negativos quedaron litografiados para la eternidad en los níveos muros que permanecieron en pie de ambas ciudades. Decenas de miles más murieron abrasadas, y con el paso del tiempo otras lo harían en lenta agonía. Niños, que ni siquiera eran soñados en la mente de sus progenitores cuando se arrojaron las bombas, padecerían insufribles enfermedades y horrendas malformaciones durante su existencia, fruto de la radioactividad. Ahora Trump suspende el acuerdo 32 años vigente, que limitaba la proliferación de este cruel peligro. Y Putin amenaza con más y mayor horror. ¿En manos de quiénes estamos? ¡Malditos bastardos!

    Creo que somos hijos de nuestras circunstancias y por encima de todo hay que aceptarse y respetarse. Soy una persona que ha tenido la oportunidad de experimentar y cuando más mayor me hago más me convenzo de que somos instrumentos de Dios y a Dios pertenecemos. Nuestra existencia está intrinsecamente, inexcusablemente e indivisiblemente unida a Dios y a la naturaleza por Dios creada. Creemos que somos dueños y señores de nuestra vida y eso es sólo un espejismo. No somos dueños de nada ni de nadie, cuando parece que hemos llegado a lo más alto por nosotros mismos, surge algo que nos deja caer irremisiblemente del seguro pedestal en el que estábamos entronados, devolviéndonos a la realidad que tantas veces hemos despreciado. Llegamos a la vida de la tierra y a ella volveremos cuando menos lo esperemos. Si humildemente escuchamos a Dios, si no nos dejamos llevar por la soberbia e hipocresía, si reflexionamos sobre nosotros mismos y la coherencia y resposabilidad nos acompañan, descubriremos una paz interior y una estabilidad emocional que con todo el dinero del mundo no la podríamos comprar. A pesar de los progresos tecnológicos desarrollados en las últimas décadas y la facilidad para comunicarse, las personas estamos cada vez más aisladas y vacias, porque hemos ignorado las leyes que nos rigen, hemos ignorado a Dios; cada vez estamos más lejos de experimentar una felicidad simple y verdadera. Es a la hora de la enfermedad y la muerte, donde la soberbia deja paso a la humildad y la persona se arrodilla y reza a Dios pidiendo ayuda, despojándose de la máscara de todo poderoso del que ha hecho alarde durante toda su vida (no hay ateos tras las trincheras). La Biblia es el libro más leido del mundo, por algo será; en su estudio y práctica de sus preceptos se halla el camino que lleva a la estabilidad de nuestra existencia. Seas ateo, agnóstico, profeses una religión u otra, no lo dudes nunca, Dios está ahí.

    Decían en un país que todos conocemos que había dos maneras de acabar con la corrupción: La natural sería que bajara un ángel del cielo y los matara. La milagrosa, que ellos se convirtieran y devolvieran el dinero. Este Papa acaba de pedir que procuremos tener, como quería Jesús, una Iglesia pobre. No exijamos a Dios un terremoto milagroso que pulverice los diez mil millones que él maneja en o desde el Vaticano. Bastaría que Bergoglio mismo se desprendiera de una parte —por ejemplo, vendiendo algunas obras de arte a otros museos cercanos y dando el dinero a los pobres de verdad— para quedar como un dios, realizar el milagro. Quizá recuerde aún Francisco lo que él mismo predicaba no hace mucho: que la riqueza que no se distribuye engendra corrupción. Y no me vengan los fieles de este pobre Papa jesuita y argentino con eso tan manido de que una cosa es predicar y otra dar trigo, por favor.

    Dirán lo que quieran los sociólogos, los psicólogos y los empresarios, pero antes había hogares con alma. Quizá si se cambiaran los papeles pudiera servir también, él más tiempo en casa, ella más tiempo en el trabajo. Puede ser, aunque es más difícil. Pero lo que es indiscutible, creo, es que ahora faltan ambos con bastante frecuencia. Y luego piensan que eso se arregla con caprichos del fin de semana. Eso es malcriar. Estando en casa se puede exigir, regañar, y sobre todo amar. Cuando el cariño de padres y, sobre todo de madres, se deja para el fin de semana, hay un desorden. A Dios gracias, hoy por hoy todavía existen modelos. En la mayoría de los casos son esos matrimonios que han optado, sin lugar a duda, por la familia numerosa, en la medida que Dios se lo concede. Pero no son las únicas. En las familias numerosas hay una predilección por la presencia. No es siempre fácil. La presencia de la madre amable, sonriente y exigente cambia mucho las cosas. O el padre, pero la experiencia dice que le cuesta un poco más, por pura psicología.