Víctimas del extremismo
es bueno que paladeemos frecuentemente el dulce sabor de la oración con Dios. Hace unos días, en mi parroquia de San Agustín de Linares, tuvimos un buen rato de oración ante la sagrada Custodia y en presencia de Santamaría; y en el guion que se nos dio para seguir la ceremonia había oraciones como esta: “Señor, que tome una sonrisa y sepa regalársela la que nunca la ha tenido”. Una sonrisa puede ser un manantial de gracia, de ternura, y de amor. Una sonrisa engrandece nuestra alma, y nos ayuda a vivir en plenitud, entregados a lo que verdaderamente vale la pena. Una sonrisa puede dejar en los demás la huella de un gran afecto; de tal manera que eso nunca se borrará en la otra persona. Con una sonrisa fácilmente llevaremos a los demás: la paz, la armonía, el cariño y tantas otras cosas buenas. En otro punto de esta oración —intensa y generosa— que tuvimos con el Señor, se decía así: “Que tome un rayo de sol y lo haga volar hasta allí donde reina la noche”. Cuántas personas, por desgracia, en este mundo pasan su vida en el reino de la noche, en ese reino que puede tener un significado: de oscuridad, de tristeza, de melancolía, de opresión, de esclavitud; pues allí los cristianos verdaderos debemos dirigirnos, para hacer volar ese rayo de sol con el que es posible: alegrar tantas vidas, dar sentido a tantas contradicciones, enfrentarnos con optimismo hacia lo que hay que hacer. El rayo de sol tiene una importancia y una gran significación en el panorama de nuestras vidas. No nos quedemos egoístamente con la esplendidez maravillosa del sol, y dejemos a los demás la tanta veces triste oscuridad de la noche. Podemos ser más generosos, si estamos dispuestos a dar. Seremos más generosos, si la mayor parte de lo nuestro es también de los demás; y no nos quedamos siempre con ese rayo de luz impetuosa.
Soy una persona nacida en Jaén, el 9 de agosto cumplí 82 años, tuve la suerte de vivir la postguerra y de disfrutar los mejores años de mi vida (1950 al 2000). Por información de mi hermana mayor (Ana) y de algún familiar, tengo conocimiento de que mi padre fue comisario socialista (durante la República y Guerra Civil española); llegué a conocer a Federico del Castillo, médico, cariñosamente llamado “el médico del pueblo” (por su ejemplar trato a las personas modestas), también a Alejandro Rodríguez (dueño y director del Centro Politécnico) y a varias personas de izquierdas y derechas excelentes en su comportamiento. Mi padre tuvo la suerte de que en la República y Guerra Civil española, al no tener delitos de sangre y estar considerado excelente su forma de comportarse, terminada la guerra en España, estuvo preso unos tres años en la cárcel provincial de Jaén y, gracias a que dirigentes de derechas, que hablaron muy bien de él, a partir del año 1942 lo dejaron en libertad. Me acuerdo perfectamente de los años 1945 al 1950. Mi padre que era albañil hizo dos casas en el barrio de Belén (ayudado por dos primos suyos); una en la calle Tres Morillas y recién terminada la vendió a un buen amigo y a los pocos años hizo otra en la calle Travesía General Castaños, 10, donde viví con mis padres hasta que me casé el año 1966. A partir de 1950 y hasta 1966 mi padre fue encargado de la Fábrica de Aceites y Orujera, de Riva Hermanos, en Jaén, trabajaba los 365 días del año (no tenía festivos, ni domingos para descansar). A mi madre y, a sus tres hijos, nunca nos prohibió que fuéramos a misa, hicimos la primera comunión y fue muy justo con todos; tuvo la mala suerte se morir con 64 años (unos meses antes de jubilarse). Yo he tenido la oportunidad de conocer personas buenas y malas, tanto de derechas, como de izquierdas y, además nunca
he estado afiliado a partido político alguno. Mis padres a mis hermanas (mayores que yo),
por aquel tiempo no pudo darle estudios. Yo fui a la Escuela de
la Fundición, después al Centro Politécnico y a continuación hacer los cinco cursos de
Perito Mercantil, en la calle Almendros Aguilar. Trabajé de administrativo de Taillefer, S.A. (años 1960 al 1966) y, fui empresario desde 1967 hasta 2012 (Deportes García).
En pleno “destape” postfranquista, un monje catalán se convirtió en un fotógrafo nudista en Canarias y, poco después, no pudiendo asimilar el brusco cambio, se suicidó. Ahora, el obispo de Solsona, famoso antes por su fanatismo ultra religioso, ha dado la campanada de emparejarse con una escritora de novelas sadomasoquistas. Otro catalán, con la excusa de que tenía mala salud, fue despedido amablemente de un noviciado jesuita, murmurándose que quería fundar unos “jesuitas descalzos”, de la más estricta observancia;
se licenció en teología en Roma
y en sociología en París, donde publicó un grueso libro sobre
el nudismo, un teléfono de
información sexual en la Sociedad Sexológica de Madrid, etcétera. Dada la deriva de otros paisanos míos víctimas de ese extremismo pretendidamente “santo”, creo que no me ha ido por ahora del todo mal ser ese último y, como el faro de mi pueblo, Llafranc, quiero avisar del peligro a los navegantes.