Petardos o confeti

    01 ene 2025 / 09:47 H.
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    recuerdos y emociones se entrelazan en esta época tan especial del año. Aunque ahora no puedo verlas con claridad, las luces navideñas continúan despertando en mí una profunda ilusión y emoción. Sus brillos, sus colores y sus formas, que alguien me describe con tanto detalle, traen consigo una sensación de nostalgia. Años atrás, cuando mi visión era más nítida, podía apreciar mejor esas luces y las emociones que evocaban en mí eran distintas. La felicidad se reflejaba en mi rostro con una sonrisa positiva, capturando la verdadera esencia del espíritu navideño. Ese sentimiento especial que solo se vive una vez al año. A pesar de los cambios, las luces navideñas siguen representando para mí la magia y la alegría de la Navidad, recordándome que, aunque la percepción puede cambiar, la emoción que sentimos permanece en nuestro corazón.

    me tropiezo con un amigo quien me informa de que su tío Antonio ha fallecido; mi mente se retrotrae hasta la infancia. Antonio era una de las personas más importantes del pueblo, la más entrañable: Era el cartero. Una época en la que el teléfono en las casas era ciencia ficción y las conferencias desde las centralitas públicas dejaban los bolsillos, ya de por sí tiesos, tiritando. El cartero ejercía de cordón umbilical entre las familias; era el heraldo. La gente estaba pendiente de él, sabía con exactitud a qué hora llegaba y si ese día había carta, la alegría se desbordaba. Padres e hijos, novios, hermanos, amigos, todos se esmeraban en el género epistolar con la certeza de que miles de Antonios, con la cartera al hombro y frente a cualquier adversidad, entregarían la misiva al destinatario como hizo el legendario correo del zar. En aquellos tiempos, eran una figura romántica; hacían las veces de los sms, guasaps, correos electrónicos, etc., pero con calor humano, no eran asépticos. La gente les paraba por doquier, conocían al vecindario y aunque las señas, —qué bella palabra que se ha perdido—, estuvieran mal escritas, siempre entregaban la carta. La pregunta diaria por antonomasia era: ¿Ha venido el cartero?

    La postmodernidad en la que vivimos está marcada por el fin de las ideologías, la “muerte de Dios” y, después, por la “muerte del hombre”. En este sentido ya no hay ideales que sustenten un sentido de la vida. Con este derrumbe viene, igualmente, una pérdida en los principios morales. Pero no quiero ser negativo con este asunto y la relación que tiene con la religión. El declive de la religión está en relación a como ésta ha sido más una ideología que una vivencia existencial. Por eso en el pasado siglo el teólogo Karl Rahner dijo que “en el siglo XXI el cristianismo será místico o no será”. De momento, yo diría, que no está siendo. Aquí por místico hay que entender simplemente como algo que se vive y no como una ideología que se tiene. Si la religión como ideología es algo completamente espuria entonces es algo positivo este acabarse ideológico. Se puede ver como un cataclismo pero también como una oportunidad. Esta oportunidad, sin embargo, tiene su fase caótica, quizás por eso el apocalipsis, que significa revelación, es un bautismo de fuego, de destrucción, pero también de apertura hacia lo nuevo. Quisiera ser optimista y pensar que hay una Gran Inteligencia que mueve los hilos, puede que suene fantástico pero piénsese en la inteligencia que mueve a la araña a construir su red. Esa misma inteligencia nos mueve a nosotros sin que nos demos cuenta. Puede que sea como el dios Shiva que destruye para luego reconstruir. La postmodernidad tiene esa fuerza destructiva. Los intelectuales de nuestra época hablan de la tremenda decadencia, por ejemplo Gilles Lipovetsky con su “Era del vacío”, o “la sociedad del cansancio” de Byung-Chul Han, o “La vida líquida” de Zygmunt Bauman.

    Escribo para recordar, sin que caiga en saco roto, que nuestros compañeros peludos gozan de un oído como ya quisiéramos nosotros. Este fin de año, tiremos más confeti y menos petardos.

    Cartas de los Lectores
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