Andar entre dimes y diretes
En estos días estivales, lentos y luminosos, donde todavía es posible dar cumplimiento con cierta placidez a los mínimos deseos, esos que constituyen la esencia misma de la vida, no pierdo la oportunidad de coger mi vieja azada, aunque siempre al refugio de la amanecida y sin abusar mucho de ella. Mientras rasco torpemente la tierra o la horado con violencia, regresa a mí, silencioso y sutil, aquel pasado agrícola de mi infancia y juventud, un pasado ni siquiera conformado alrededor de recuerdos concretos sino hecho de tenues, aunque penetrantes, vibraciones que me transportan a aquellos parajes de valiosas huertas, ríos incontaminados y olivos recién cavados que, al final, terminan por configurar los soportes de tu espíritu y el tuétano de tu sensibilidad, si no también los pilares de tus anhelos y aspiraciones vitales, a las que nunca se podrá renunciar íntimamente, aunque se viva alejado de ellas; porque, aun habiendo diferencias de opinión al respecto, pienso que somos más de paisaje que de paisanaje, si bien ambas dimensiones pueden —y deben— convivir cordialmente. Pero la azada, “coger la azada”, supone algo más que la evocación de un pasado, particular o colectivo, de un tiempo anterior en un pueblo cualquiera, supone, en un sentido casi metafísico, el retorno tangible a los orígenes mismos de nuestra especie y nos conecta, de manera invisible, recóndita y arcana, con el comienzo de todo. La azada, este instrumento sencillo y rudimentario, tan poco evolucionado en sus más de 10.000 años de existencia, supuso en su día el sustituto natural del arco y las flechas, esas herramientas del cazador nómada que fue haciéndose cada vez más sedentario y nostálgico de un territorio. La azada, a la postre, ayudada por el fuego humano, derribó bosques impenetrables para convertirlos en pastos para el ganado y sembradíos de cereal y, al calor de estas zonas de prosperidad, erigió pueblos y ciudades donde los seres humanos nos interrelacionamos, intercambiamos conocimientos e iniciamos así una sinergia comunicativa que nos ha llevado, en un progreso exponencial, hasta donde estamos hoy. La azada nos trajo la civilización, esa que “aparece” cuando “desaparece” el bosque, una civilización que se hace imposible sin un entorno seguro, o más o menos confortable, donde alguien pueda sentarse y pensar en algo más que no sea en protegerse de las amenazas que se perciben tras las sombras insondables de los árboles o que traen esos ruidos amortiguados o estremecedores de animales ocultos. El bosque es siempre una realidad acechante y ningún ser vivo, ni siquiera el humano, puede sustraerse a la lógica depredadora residente en él, en la que los roles de cazador o presa pueden virar con suma facilidad. La azada acabó con todo eso y, andando el tiempo, nos trajo las grandes urbes, el conocimiento, la educación y la hegemonía feroz sobre lo natural hasta llegar a la apabullante era de Internet, la biotecnología y la robótica, también la era de la amenaza nuclear, ecológica y climática; ni siquiera la rueda desencadenó una revolución parecida, ni probablemente tampoco Internet se acerque a lo conseguido por este utensilio tan tosco como simple, a la vez que tan ignorado en su grandeza. Así, no solo por su significado profundo en la historia humana, sino porque también ofrece la posibilidad de un ejercicio arcaico y vigoroso, yo cojo mi azada siempre que puedo y se la recomiendo obsequiosamente a mis hijos. Ellos, displicentes, desviando apenas la mirada de la pantalla, declinan con amabilidad el ofrecimiento y siguen pulsando los botones del teclado. Acepto con resignación su negativa pero me consuela saber que, en el fondo, su ordenador no es otra cosa que “otro hijo más de la azada”.
La Comunidad de Madrid, con Ayuso como reina del neoliberalismo extremo que lleva décadas de bajadas de impuestos a ricos —migajas al resto—, se lamenta de no tener dinero para gastar en Sanidad y Educación —aunque los privatice por detrás mediante el uso y abuso de la concertada—, y por eso ambos servicios están a la cola de España en inversión por habitante y año. Ayuso sabe que preside un paraíso fiscal dentro de España y que, con su política neoliberal a cambio de votos, atrae a las grandes fortunas y a sus empresas —exonerándolas de pagar patrimonio, sucesiones y donaciones—, vacía los servicios públicos y perjudica al resto del país que ve cómo sus acaudalados contribuyentes vuelan a la capital, mientras se amplia la desigualdad entre comunidades, algo que ella misma siempre critica. Señora Ayuso: si baja impuestos, absténgase de crispar por no tener dinero, abandone su victimismo nacionalista, no se queje tanto y calle si por sus políticas insolidarias le imponen una tasa.
No llego a comprender cual es el problema, pero no hay día que no exista crispación, ya sea política o social por cualquier tipo de tema. Que si tu lo has hecho mal, que si en realidad fui yo, o, quizás, la vecina del quinto. Que pena que ya no se pueda dialogar, hacer autocrítica y ver en que falla cada uno para avanzar, pero claro, eso supone ver la paja fuera del ojo ajeno...