Al presidente
del Gobierno

    16 may 2023 / 09:00 H.
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    Ha dado comienzo la campaña electoral de las elecciones municipales y autonómicas del próximo 28 de mayo. Que estas elecciones sirven como banco de pruebas para las generales de diciembre y que serán objeto de atenta lectura por las secciones analíticas de los diferentes partidos nacionales para adivinar las tendencias sociológicas de voto lo demuestra la abrupta irrupción en precampaña que han tenido todos los líderes nacionales, desde Pedro Sánchez a Núñez Feijóo, pasando por Ione Belarra o Yolanda Díaz lanzando propuestas de clara vocación nacional y urbana —como siempre, los pueblos quedan preteridos— sin importarle mucho tapar con la estela de sus carismas y la resonancia de sus propuestas a los que son los auténticos protagonistas de estas elecciones: alcaldes, concejales, presidentes y diputados autonómicos. El hecho de que estos líderes nacionales no se dediquen simplemente a apadrinar a los distintos candidatos municipales y autonómicos, sino que tengan un papel hiperactivo con sus proclamas de carácter generalista en los actos donde son invitados, resta importancia tanto a estas elecciones como a sus representantes y manifiesta hasta qué punto las administraciones más cercanas a los ciudadanos, ésas a las que suelen acudir para solucionar la mayor parte de sus problemas, están mediatizadas por la gestión última y remota del Gobierno central. Pobre beneficio hacen a estas elecciones, en su acaparadora pulsión egoica, los candidatos nacionales, mostrándose como los líderes indiscutibles en lugares donde, todo lo más, solo les correspondería un papel secundario de acompañamiento de los líderes territoriales, aparte de que sus propuestas altisonantes provocan por sí mismas un emborronado de las cuestiones de fondo de municipios y autonomías. Sin embargo, su apresurada participación no solo muestra afán egoico; existe también un elemento que pocas veces se había dado en la historia de estas elecciones en España, que viene determinado por la fragmentación sufrida por los espacios de izquierda y derecha y por la extrema debilidad de sus candidatos; esto se traduce en una ansiedad de éstos por reivindicarse a toda costa intentando disipar una imagen de vulnerabilidad que afecta a todos ellos: desde Pedro Sánchez, que se sabe examinado a futuro, cuya compulsión prometedora pretende hacer olvidar ese mito que le persigue de “mentiroso convincente”, a Núñez Feijóo, en su empeño por aparentar un liderazgo fuerte que lo aleje —sin conseguirlo— de las similitudes discursivas y hasta físicas de otro gran mentiroso, aunque “simpático”, como fue Mariano Rajoy; pasando por los alardes fantasiosos o fantásticos de los economatos sociales de Ione Belarra y de las herencias universales para dieciochoañeros de Yolanda Díaz, en un momento de enorme enredo en la izquierda radical donde cada vez es más frecuente confundir el idealismo con la fantasía. Pero allá cada cual con sus promesas; lo que paradójicamente más viene a interesarnos de ellas es un identificador común que las unifica a ojos vista de la ciudadanía: el escepticismo generalizado que producen, el carácter de “producto de saldo” que han adoptado, porque los ciudadanos han interiorizado, desde la apatía y la resignación, que estas promesas forman parte de un decorado de cartón piedra que desaparece cuando desaparece el circo electoral. Hay estudios sociológicos que señalan que los españoles somos los europeos que más nos creemos las promesas electorales de los políticos, aunque quizá parezca más posible que esta interpretación corresponda a una visión de los políticos —que pagan las encuestas— sobre su propia ciudadanía. En cualquier caso, este aluvión de promesas gastadas que se enrollan como serpientes a nuestra conciencia en tiempo electoral no desprende nada positivo para el sistema político que las acoge, la democracia, que de inmediato queda tocada de ese mismo defecto, presentándose entonces a la ciudadanía como una “democracia gastada”. Prometer es una palabra cuyo significado se acerca mucho al de “ilusionar”, por lo que traicionar una promesa supone siempre desilusionar o decepcionar a quien la recibió de manera
    entusiasta. Si esto se produce
    de manera sistemática, como
    una costumbre establecida por el sistema, tal vez algún día este acuse derrumbe, porque no puede haber futuro donde no hay ilusión.

    Gracias, señor presidente, porque nunca he visto ni oído a un parlanchín como usted, maravilloso “sacamuelas” mejor y más elocuente que aquellos que iban por los mercados vendiendo un licor maravilloso que curaba todas las enfermedades. Claro, pero se lleva una vida muy ajetreada, no para, ven y vete, sube y baja, entra y sale, son las ordenes de la gobernanza global. Supongo que se pasará las noches en
    vela, pensando en la siguiente parlanchina, pero no se desanime, es un maravilloso presidente, todas sus elocuentes palabras no paran de ofrecernos ayudas y favores, pero no se preocupe, aunque haya muchas personas que van a comer a un comedor social, es una maravillosa
    sensación el escucharle, nunca antes, hubo alguien como usted. Le darán un certificado por ser el mejor “sacamuelas parlanchín” que han presenciado los siglos. Gracias, señor presidente del Gobierno.

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