Agradecimiento a los profesionales sanitarios

    27 dic 2025 / 08:56 H.
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    A través de estas líneas quiero expresar mi más sincero agradecimiento a la Sanidad Pública Andaluza, y en especial al personal de Atención Primaria y hospitalaria, tras haber recibido atención en una situación crítica donde mi vida peligró a consecuencia de una arritmia. En un momento de enorme vulnerabilidad, encontré una respuesta ejemplar basada en la profesionalidad, la rapidez y la coordinación, pero también en algo igual de importante: la humanidad. Médicos, enfermeras, técnicos, auxiliares y demás personal sanitario demostraron una vocación y un compromiso que van mucho más allá de sus funciones, ofreciendo no solo cuidados médicos, sino también apoyo y tranquilidad. Su precisión, dedicación y trato cercano fueron fundamentales durante todo el proceso de atención. La Atención Primaria volvió a demostrar su papel clave, con profesionales altamente cualificados, permitiendo una atención inmediata que facilitó mi traslado por medio del 061 al ámbito hospitalario, reflejo de la fortaleza de un servicio público que funciona y salva. A nivel hospitalario, quisiera destacar especialmente la labor del médico en urgencias por su rapidez en llamar a intensivistas que consiguieron estabilizarme y salvar mi vida. A los cardiólogos, cuya intervención resultó esencial para un rápido diagnóstico y tratamiento . Su precisión, dedicación y trato cercano fueron fundamentales durante todo el proceso de atención. En tiempos en los que la sanidad pública necesita ser defendida y valorada, considero justo reconocer el esfuerzo constante de quienes la sostienen. Gracias por cuidar, por estar y por no rendirse.

    PEDRO TORRES HERNÁNDEZ / Jaén

    Santos Inocentes

    Llega el día de los Santos Inocentes. No hace falta una fecha especial: en el año que termina —prolongación de los anteriores—, los ciudadanos recibimos, día tras día, inocentadas de la clase política, el clima, la economía, la vivienda, la justicia... Un sinfín de pegatinas en la espalda. Curiosamente, todo va en una única dirección: los más vulnerables sufren las consecuencias. Lo preocupante es que esta debilidad va en aumento, arraigada ya en la sociedad, más allá de lo coyuntural. Distintos medios e instituciones reparten premios —limón, naranja, mejor orador, mejor azote—, mientras el ciudadano sencillo y anónimo carece de fuerzas para calificar a la clase política. Se siente desamparado por una democracia que se aleja de sus problemas reales, no de los que lucen en los telediarios con curvas que casi nadie cree. Termina un año con la esperanza de que retorne un ayer en que la clase media movía el país y vuelva a tener presencia en las nuevas generaciones. ¿Será viable? La velocidad de las innovaciones tecnológicas —hipersónicas, según nuestra gramática— hace dudar de que estos humanos lentos, sencillos, con formación del pasado, puedan asumirlas. Inocente, inocente ciudadano que sigues creyendo en la democracia, en los representantes políticos, y urna tras urna te la dan con queso. Lo triste es que no hay alternativa de gobierno que cambie la situación. El consenso —ideal utópico— nadie quiere darlo: los votantes seguimos aferrados a promesas de quienes dicen resolver nuestros problemas. La abstención asoma en el horizonte, mientras los gráficos de intención de voto surgen en los telediarios.

    PEDRO MARÍN USÓN

    Sueño de Navidad

    Lucía era una niña dulce y bondadosa que vivía en un pequeño pueblo de la montaña. Muy tímida, le encantaba soñar despierta. Su sueño más grande era poder ayudar a los demás. Una noche, Lucía tuvo un sueño especial. En él, vio a un niño pequeño que lloraba: —¡Estoy perdido! ¡Tengo miedo! ¡Ayúdame! —decía.

    Ella se acercó y lo abrazó. El niño se calmó. —Mi nombre es David —dijo—. Me perdí en el bosque y no consigo encontrar el camino de regreso a casa. Por favor, llévame de tu mano y no la sueltes. Juntos encontraremos un camino de paz y amor. —Tranquilo —respondió Lucía—. Te ayudaré a llegar a tus padres. Seguro que te esperan con los brazos abiertos.

    Lucía y David caminaron por el bosque hasta que encontraron la casa de los padres de David. Felices, le dieron las gracias a Lucía por su ayuda. Cuando Lucía despertó, se sintió contenta. Su sueño de ayudar a los demás era posible. Decidió que algún día sería maestra para ayudar a muchos niños como David. Llegó la Navidad, y Lucía estaba emocionada. Esa noche pidió a los Reyes Magos que le trajeran una muñeca especial, con vestido rojo y velo blanco, y en sus manos un mensaje: “Si quieres que tus sueños se hagan realidad, ¡levántate!”. A la mañana siguiente abrió su regalo y, para su alegría, ¡la muñeca estaba allí! Entendió que los Reyes Magos habían escuchado su deseo. Desde ese día, decidió trabajar para cumplir su sueño. Estudió con empeño, se graduó como maestra y empezó a trabajar en la escuela de su pueblo. Le encantaba su trabajo: enseñaba a los niños a aprender y a ser buenas personas. Una tarde, Lucía recibió una carta de David. Le contaba que era feliz, que estudiaba con empeño y que nunca olvidaría su ayuda. Lucía sonrió, feliz de haber cumplido su sueño y de haber hecho del mundo un lugar mejor. Este cuento transmite un mensaje de paz y amor. Lucía, con bondad y compasión, ayuda a David a encontrar su camino, y juntos muestran que, con esfuerzo y generosidad, todos podemos hacer del mundo un lugar más amable.

    ANA CACHINERO / Jaén

    Cuando implicarse empieza a doler

    Implicarse suele presentarse como una virtud incuestionable: participar, colaborar, arrimar el hombro. Sin embargo, hay un desgaste del que se habla poco, porque no siempre es evidente ni brusco. A veces la implicación y el abuso son tan sutiles que apenas se perciben mientras ocurren. En muchos contextos —sociales, laborales o institucionales— se valora a las personas implicadas mientras sostienen, callan y se adaptan. La implicación se confunde entonces con disponibilidad constante, y el compromiso con aguantar.

    Con el tiempo aparecen el cansancio, la tristeza o la pérdida de ilusión. No suele haber un hecho concreto que lo justifique: simplemente se va dando más de lo que se recibe. Esto ocurre con frecuencia en entornos donde se ocupa una posición subordinada o poco valorada, y donde la implicación se espera pero no se reconoce. En esa dinámica, la persona implicada tiende a exigirse aún más, intentando compensar con esfuerzo lo que no llega como reconocimiento. Así se crea un círculo difícil de ver: cuanto menos se valora la implicación, más se entrega, y cuanto más se entrega, más se normaliza el desgaste. Cuando el malestar aparece, llega también la culpa: “si no me ha pasado nada, ¿por qué me siento así?”. Tal vez el primer gesto de conciencia sea revertir esa lógica y empezar por implicarnos con nosotros mismos: escucharnos, ponernos límites y no traicionarnos. Cuando la implicación nace ahí, no duele. Y por extensión, por desbordamiento natural, también puede dirigirse hacia fuera sin agotarnos. Porque una implicación sana no desgasta: da sentido, sostiene y permite crecer, también en lo colectivo.

    ANA MARÍA GARCÍA VALENZUELA

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