Viernes Santo

    10 abr 2020 / 16:16 H.
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    Sí, estamos en Viernes Santo. Aunque este año no se hayan abierto los balcones de la tita Carmen, en pleno barrio de San Ildefonso, donde “el Señor de Jaén” ve las primeras luces de la mañana, planas y cegadoras, como son las alboradas de estas fechas. Aunque no se oigan los tambores y cornetas de los soldados romanos y no percibamos el olor a incienso, podemos aprovechar los aromas para retrotraernos a tiempos pretéritos (en la parte del cerebro donde se detectan los olores, se encuentra el almacenamiento de recuerdos y la emoción). Nos está tocando vivir un tiempo un poco complejo, pero como dice Victor Kupper: “No se puede perder la esperanza, no estamos en un pozo, estamos en un túnel, y del túnel se sale”. No nos damos cuenta que vamos pasando por esta vida como pollo sin cabeza, sin detenernos a disfrutar de la cotidianidad.

    La vida nos ha dado este tiempo muerto, como se dice en baloncesto, para que nos reseteemos y poder volver a la rutina, pero seguro que con otra óptica. Creo que va a haber un cambio de valores, ya que algunos buscando el éxito, la notoriedad, la fama, el aplauso, han perdido el norte y en la fotografía de su vida falta el principal título, el de ser buena
    persona, que al final es con lo que se te va a recordar, y un recuerdo es eterno. Personalmente he aprovechado para desempolvar el baúl de los recuerdos.

    Tirando de fotografías, me han venido a la memoria fogonazos de momentos vividos en este día. Recuerdo de niño, en casa de mis abuelos, ver a mi padre venir calle tosquilla arriba con su toalla al hombro, de haber salido del carro (como se dice en Jaén), o trono del “Abuelo”. Lo miraba como a un héroe, y junto a él estaba mí madre, con una cara que irradiaba alegría, llenándome de orgullo y pensando que era la mujer más guapa de Jaén. Recuerdo esas calles abarrotadas de gente y esas filas interminables de nazarenos, (entre ellos mi tío Ignacio que llevaba una túnica color ceniza por el paso del tiempo, que no la cambiaba por ninguna otra, por ser la suya de toda la vida), y la fila de paisanos a cara descubierta, que era tan larga como la de nazarenos. Detrás del trono, se ubicaban las promesas, que portando cruces y arrastrando cadenas, algunas de rodillas, se reventaban por terminar el recorrido. Esas túnicas que iban pasando de los hermanos mayores a los menores, planchadas primorosamente y preparadas junto con los capirotes de cartón (confeccionados por Cámara el sombrero de la calle campanas), a punto para acompañar al “Abuelo”. Ese mal rato que me hizo pasar mi Tita Loliqui, diciéndome que me había hecho los ojales de los ojos del capirucho al revés y que no le daba tiempo a arreglarlo, pillé una barraquera que por mucho que
    me los enseñaba para decirme que era broma, yo no paraba de berrear.

    Noche mágica en la que por fin te consideraban mayor y no tenías que ir acompañado por tu tío, y podías salir con tus amigos a alumbrar, aunque no desde el principio, sino que te incorporabas en el cantón
    de la ropa vieja, y terminabas molido, no por andar, sino por las eternas paradas.
    Esa esquina delantera izquierda del trono, en la que siempre iba escoltando mi tío Paco, después de haber salido horas antes tocando en la banda de la guardia civil.

    Esos bocineros pasando por las viviendas de los hermanos mayores, despertándolos con el soniquete estruendoso de “Cucharilla, cucharones, para los niños que no comen, o que son llorones”. Luego en la procesión, estos bocineros iban abriendo carrera junto con la escuadra a caballo de los soldados romanos. Ver venir al “Abuelo” sentados en las sillas de la calle El Rastro, con ese paso cadencioso que lo traían los Herreros, que eran los fabricanos, y con ese himno de Cebrián, del que tratan de apropiarse en muchos lugares, pero que se les saca de dudas cuando se oye la firma del contrapunto del himno de Jaén. Imágenes de ayer que nos tienen que servir para retroalimentarnos y mirar para adelante en estos tiempos de los que vamos a salir siendo mejores personas.

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