Un marteño ejemplar

Le conocí hace casi 20 años. Era un hombre muy popular y querido en su pueblo, Martos. Fue él quien se dirigió a mí. Quería conocerme porque compartíamos actividades y sentimientos muy parecidos, sobre todo la vocación por la escritura localista. Él, Juan Rísquez Molina, llevaba metido en todos sus sentidos a su Martos natal. Me enseñó y hasta regaló algunos de sus trabajos, cuentos, relatos y anecdotarios de las gentes de su tierra. Era un hombre muy dialogante y dicharachero que contagiaba el entusiasmo. Hicimos buena amistad y nos vimos en algunas ocasiones. Después, hace unos diez años, Juan se vio obligado a dejar su tierra para irse a vivir con su esposa, junto a sus hijos y sus nietos, a la murciana localidad de Torre Pacheco. Alguna vez hablamos telefónicamente o me ponía mensajes por internet. Reconozco que no soy muy adicto al correo electrónico y poco a poco dejé de saber de mi amigo Juan. Ahora, este último lunes, por las páginas de JAÉN, he sabido, a través del obituario que le dedicó un amigo común, Julio Pulido, que Juan Rísquez ha muerto en Torre Pacheco con los 90 años ya cumplidos. Cada amigo que se va se lleva algo de uno mismo, pero te deja los recuerdos que, ahora, afloran a borbotones. Y Juan dejó mucho campo sembrado para que cada día florezcan cosechas de evocaciones, las nostalgias y los recuerdos agradecidos hacia quienes, como Juan Rísquez, fue un hombre sencillo, amable, leal y un abanderado de su generación que siempre llevó, con una humanidad generosa y un carácter desenfadado y ocurrente, el nombre de su pueblo en el corazón. Tanto que, hace años, Juan fue nombrado hijo predilecto de Martos.
Cada día recuerdo más aquella frase que hace años me dijo otro gran amigo ya desaparecido, Juanito Salcedo. Me invitaba a las jornadas gastronómicas que ofrecía en su restaurante de Baeza y yo no asistía. Un día me llamó y me dijo que necesitaba que sus amigos asistieran para poder darse un abrazo, y añadió: “Lo más triste que hay al hacerse uno mayor es que te vas quedando solo”. Y es verdad. La Ley de la naturaleza es implacable y todos sabemos, desde que nacemos, que la lucha contra la muerte es una batalla perdida. Pero hay que seguir luchando cada día, cada minuto, sin rendirse, hasta que Dios quiera. Y, si es posible, tener siempre una sonrisa a mano.